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“Murió Eliseo y lo
enterraron. Bandas de moabitas incursionaban cada año en el país, y sucedió que unas personas, que llevaban a enterrar a un difunto, divisaron a una de esas bandas. Depositaron entonces al muerto en la tumba de Eliseo y se pusieron a salvo. Cuando el hombre tocó los huesos de Eliseo, revivió e inmediatamente se puso de pie." 2 Re 13, 20-31
Creo que aquellos de nosotros que vivimos para querer
morir, en uno u otro momento de nuestra vida, sólo logramos comprometernos con
la vida después de haber enfrentado nuestros demonios y la muerte.
Hoy quiero invitarte a leer lo que Yolanda de la Torre
ha compartido en uno de los grupos de Trastornos Mentales al que pertenezco. Es
el ejemplo perfecto de cómo los huesos de un muerto reviven a otro.
Lee sin juicio de por medio. Te lo pido porque es
fácil descartar al otro cuando no hemos caminado en la desesperación y el dolor
de sus zapatos. Ella, aunque no la conozco en persona, es mi amiga porque sé
que si hay alguien a quien le importa lo que me sucede es a ella. Le importa
tanto que desea compartirnos lo que le pasa, para que, si en su vivir
encontramos luz, podamos reflejarla en nuestra propia vida y en nuestras propias
luchas. Gracias Yolanda por tus palabras y tu valentía.
Teonanácatl,
mamá y el suicidio
Yolanda de la Torre
En abril de 2016 llevaba meses, incluso años pensando
en suicidarme. Yo no quiero estar aquí, yo no quiero estar aquí. Yo quiero irme
con mamá. Pero mamá estaba bien muerta, como ha permanecido desde una semana
después de mi nacimiento. En abril de 2016 en mi mente sólo existían las formas
para dejar el mundo y la angustia por mis gatitas: tomarme todo el clonazepam
en casa con un churro y un chorro de vino tinto; tomarme todo el clonazepam en
casa y encender el gas; tomarme todo el clonazepam en casa combinado con
medicamentos sin receta que contienen sustancias controladas. ¿Y mis gatitas?
En esos momentos, al pensar en ellas entendía, con claridad mortífera, por qué
las madres asesinan a sus hijos en un rapto de desesperación.
Hoy, por primera vez desde entonces --cuando me
interné por un mes en el Instituto Nacional de Psiquiatría para salvar mi
vida-- volví a sentir la misma pulsión de muerte. Yo quiero irme con mamá. Pero
hay una diferencia: antes quería irme con ella porque nunca la tuve; ahora lo
deseo, quizá con más fuerza que antes, porque hace poco más de un mes la tuve.
Y fue como tenerla toda una vida.
*
Ocurrió el 11 de septiembre, cuando acudí a ver a un
grupo de hermanos cósmicos que tengo allá, en la lejana república de Tultepec.
De uno de ellos diré que es un chamán, Marín Martínez, a quien visito desde que
en 2015 una amiga me llevó con él en busca de curación (eran días oscuros,
cuando yo pasaba largas semanas en cama sin comer, sin bañarme, sin hablar,
durmiendo o fumando mota, enferma del cuerpo y del espíritu y con la casa hecha
mierda). Con él tomo tés de hongos mágicos --Teonanácatl, la carne de los
dioses-- de manera ritual desde ese año. Para mi curación, me comprometí a
pasar por nueve viajes. Del que aquí hablo fue el viaje número ocho, el más
reciente. Como en las ocasiones anteriores, Marín me ofreció una taza de té y
oró por mí. Después me acompañó a una pequeña cabaña en el jardín de su casa:
una pequeña construcción de madera, pintada de manera juguetona, con una cama,
cobijas, una ofrenda y una amplia ventana para contemplar las trampas de los
árboles y el cielo.
Fumé un poco de hierba para empujar el viaje y a los
pocos minutos sentí, de manera más suave que otras veces, el efecto de la
psiloscibina en mi cerebro. Estaba muy lejos de la euforia que muchos
manifiestan con los hongos. Normalmente me trago las tristezas, pero ahí, con
los ojos fijos en el suelo de tierra, comencé a llorar mientras enhebraba
pensamientos para Teonanácatl, la única planta con la que he hablado. A ti no
te escondo nada: conoces cómo me siento, cuánto me duele esto que cargo y que
ya no le digo a nadie. Vengo a dejártelo porque yo no lo quiero. Me está
matando, me estoy muriendo. Y además está mamá. Sabes cuánto la extraño, cuánto
la necesito ahora conmigo.
Estuve ahí, inmóvil, con la vista en el piso hasta que
se estacionó en mí cierta calma, y me recosté en la cama para extraviarme en
los recovecos y las formas de la madera. De pr0nto, en una viga comenzó a
formarse, con claridad digna de la más alta definición, una serpiente alada.
¡Quetzalcóatl!, supe de inmediato (desde que hago viajes rituales suelen
visitarme los Dioses Viejos). La serpiente se difuminó y tomó su lugar una
calavera que sólo podía ser Mictlantecuhtli o Mictlancíhuatl, pero en ese
momento no recordé el nombre; sólo dije: es la Muerte, para corregirme un
segundo más tarde: estoy en la Muerte. Instantes después escuché en mi cerebro
una voz masculina, sonora, con un ligero toque de advertencia: tú me lo
pediste. Y repitió: tú me lo pediste. Yo te lo pedí, confirmé en voz alta.
Había entrado al Mictlán. A mi alrededor había huesos,
calaveras, tzompantlis. En el suelo, astillas formaban cuerpos, esqueletos que
una y otra vez se disolvían para volverse seres angulosos, pájaros fantásticos,
rostros semejantes a los gritos de Munch. No sentí ningún miedo. Después de
todo, yo nací de la muerte de alguien.
Entonces oí a mamá. Siente al hongo adentro, siénteme
adentro, me dijo. Yo me quedé atenta. ¿Eres tú? ¿Eres mi mamá? ¿Mamá? Mamá era
un profundo calor interno, una voz abrasadora que estalló como luces. Soy yo,
mi niña, mi pequeña tan sola, siempre triste, soy yo, ¡y te amo tanto! ¡Te amo
desde siempre, mi bebita abandonada! Lamento que durante tanto tiempo te
sintieras culpable por mí. Tú no me debes nada. Tú eres libre, mi hija, eres
libre. Yo estoy muerta, pero tú estás viva. No te quieras morir. Ve, vive, ama
mucho. No llores, mi pequeña, no llores. Lo que me pasó lo elegí yo. Y si nadie
te ama, hija, te amo yo.
A mí las lágrimas me corrieron, a partir de ahí, las
cuatro horas que duró el viaje. Mamá estaba conmigo y yo también tenía cosas
que decirle, porque en esas cuatro horas comprendí cuánto error y horror había
en mi visión del mundo. Perdóname, le supliqué. Perdóname, mamá, por favor,
perdóname. Despreciaba esta vida porque siempre me sentí abandonada, sí, y
llena de culpa por tu muerte. Me enseñaron que falleciste por mi causa, que te
quité la existencia, que les debía a todos algo hermoso. Aprendí a justificar
el desamor de los otros: ¿por qué debían quererme, si yo te había matado?
Aprendí a odiarme y a odiar mi estancia en este mundo. Perdóname, yo no
entendía el gran regalo que me diste, yo no entendía nada.
Y siguió el llanto, pero era el llanto más purificador
del mundo, y continuó también el diálogo entre nosotras mientras ese calor
interno que era ella me recorría toda. La muerte, me contó mamá, es muy bella,
hija, es muy hermosa. No le temas ni te preocupes por mí. Es un poco como la
vida. Yo estoy bien, y cuando vengas estaré ahí, contigo, a tu lado. No deberás
temer por nada. Todo lo que alguna vez has amado está conmigo. Yo tuve un hijo,
le respondí. Un hijo que aborté. Yo debo esa vida y no sabes, mamá, cuánto la
amé: recuerdo que el día que me dieron el resultado positivo, aun cuando ya
pensaba en el legrado, caminé toda la tarde sobre nubes rosas. Pero es que yo
tenía miedo, mamá, tenía miedo de morirme a mi vez y dejar un bebé solo como
yo, expliqué entre sollozos. Lo sé, contestó. Yo no te juzgo. Nadie te juzga.
Tú, mi hija de corazón puro: ese bebé también está conmigo.
*
En algún punto le pregunté a mamá si quería
comunicarle algo a los suyos que permanecen vivos y que tengo cerca. Dile a tu
tío Agustín, me instruyó, que lo amo muchísimo y lo extraño horrores. A tu tía
Margarita, que le agradezco infinitamente que cuide de ti ahora que estás
enferma. A mi hermana Hilda, que la extraño y la amo muchísimo también, y que
no hay nada que llorarme. Ustedes piensan mucho en que morí y olvidan que viví.
La gente, hija, muere todos los días. A tu primo Tino dile que pinte, que
recuerde sus genes. Es un artista. Yo estoy muy orgullosa de quienes fueron mi
familia, todos artistas. También estoy muy orgullosa del hombre que elegí para
ser tu padre, que aunque no pueda decírtelo te ama y a su vez está orgulloso de
ti. Siempre recuerda quién eres. Eres grande y valiente: viniste a verme hasta
la Muerte. Yo debo estar aquí. Tú hazlo valer, Yolanda, hazlo valer.
Cuatro horas que fueron como la vida eterna. Cuatro
horas con mi madre, por quien había vivido siempre un duelo no resuelto,
enterrado en lo más profundo de mi mente, en mis experiencias psíquicas más
remotas. Hoy acaba ese duelo, le comuniqué a mamá. Ya te tuve, y ha sido como
un sueño. Ahora ya puedo dejarte ir. Sí, reviró ella. Debes dejarme ir. Justo
por eso, porque ya me tuviste y me liberaste, no iré a ninguna parte. Estoy
muerta, sí, pero contigo. Tú tienes que vivir. Prométemelo.
Lo prometí. Tras esa despedida, me tendí en la cama de
la cabaña, al fin en calma. Me dolían los ojos, pero al mismo tiempo me sentía
mucho más humana que en toda la historia de mi vida. Ya era de noche y el viaje
aún era muy fuerte: el cielo estaba rasgado por infinitos tzompantlis a veces
dispersos, a veces unos sobre otros, y a mi alrededor sólo veía huesos. Estaba
muy a gusto en la Muerte. Tanto, que tuve que recordar que era hora de irme.
Adiós, mamá, te amo. Me enderecé y abrí la puerta rumbo a casa de Marín. Mamá,
puedo jurarlo, iba detrás mío.
Ahora, poco después de un mes, aquí estoy de nuevo, un
tanto más suicida que otros días, pensando en esa Muerte que es mi casa.
*
Escribir aclara la cabeza. Sé que soy afortunada.
Según me dijo Claire, la esposa de Marín, muchos viajan en busca de sus muertos
y pocos los encuentran. Yo ya hallé lo que buscaba en esta vida. La quería a ella,
a mamá, y la tuve. La siento cerca, rondándome las tristezas. Procuro ser
fuerte por ella. Intento atarme cotidianamente a la vida y recordar la vastedad
de su amor por mí. Pero, con esa misma claridad que da la escritura, sé que
nadie sale indemne de los trances suicidas, sobre todo de uno tan largo como el
mío; algo se muere, se quiebra, se rompe para siempre. No me tengo lástima, no
es un lamento: es un hecho. Quiero pensar que este dolor que nunca me abandona,
esta oscuridad en la que vivo inmersa, puede ser la luz de otros que no se
atreven a hablar de sus propios dolores y oscuridades; si a alguien le sirve
entonces, que así sea. Si no, que esta horrenda soledad me purifique.
Mañana, 4 de noviembre de 2018, es mi cumpleaños 51. Y
yo, mamá, a pesar de que no dejo de pensar en la muerte, no quiero morirme. No
en esta negrura. No así. Ahora, en lugar de buscar maneras de suicidarme, miro
al cielo con una silla vacía al lado, tan vacía como me siento. Tú sabes a
quién le pertenece. Es la manera en la que estoy peleando por mi vida (junto
con todo mi arsenal médico, porque no todo es magia). Peleo por ti, mamá, por
mí.
No te vuelvas a ir nunca. No me dejes.
Jesús, no te vuelva a ir nunca, no me dejes. Lo digo y
te escucho decir: Mi niña, no te vuelas a ir nunca tú, que yo aquí siempre he
estado. Permítenos estar siempre a tu lado y ver en nuestras sillas vacías la
presencia de todos aquellos a quienes amamos. Que el amor rompa barreras de
tiempo y espacio. Que el amor nos permita estar con quienes más amamos siempre,
y les permita a ellos estar vivos en nosotros, tal y como Tú, mi dulce Bien, te
manifiestas en la vida que todos vivimos.
Te amo.
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