domingo, 4 de noviembre de 2018

Enfrentar nuestras sillas vacías

Photo by Yoel Peterson on Unsplash


“Murió Eliseo y lo enterraron. Bandas de moabitas incursionaban cada año en el país, y sucedió que unas personas, que llevaban a enterrar a un difunto, divisaron a una de esas bandas. Depositaron entonces al muerto en la tumba de Eliseo y se pusieron a salvo. Cuando el hombre tocó los huesos de Eliseo, revivió e inmediatamente se puso de pie." 2 Re 13, 20-31


Creo que aquellos de nosotros que vivimos para querer morir, en uno u otro momento de nuestra vida, sólo logramos comprometernos con la vida después de haber enfrentado nuestros demonios y la muerte.

Hoy quiero invitarte a leer lo que Yolanda de la Torre ha compartido en uno de los grupos de Trastornos Mentales al que pertenezco. Es el ejemplo perfecto de cómo los huesos de un muerto reviven a otro.

Lee sin juicio de por medio. Te lo pido porque es fácil descartar al otro cuando no hemos caminado en la desesperación y el dolor de sus zapatos. Ella, aunque no la conozco en persona, es mi amiga porque sé que si hay alguien a quien le importa lo que me sucede es a ella. Le importa tanto que desea compartirnos lo que le pasa, para que, si en su vivir encontramos luz, podamos reflejarla en nuestra propia vida y en nuestras propias luchas. Gracias Yolanda por tus palabras y tu valentía. 

Teonanácatl, mamá y el suicidio

Yolanda de la Torre

En abril de 2016 llevaba meses, incluso años pensando en suicidarme. Yo no quiero estar aquí, yo no quiero estar aquí. Yo quiero irme con mamá. Pero mamá estaba bien muerta, como ha permanecido desde una semana después de mi nacimiento. En abril de 2016 en mi mente sólo existían las formas para dejar el mundo y la angustia por mis gatitas: tomarme todo el clonazepam en casa con un churro y un chorro de vino tinto; tomarme todo el clonazepam en casa y encender el gas; tomarme todo el clonazepam en casa combinado con medicamentos sin receta que contienen sustancias controladas. ¿Y mis gatitas? En esos momentos, al pensar en ellas entendía, con claridad mortífera, por qué las madres asesinan a sus hijos en un rapto de desesperación.

Hoy, por primera vez desde entonces --cuando me interné por un mes en el Instituto Nacional de Psiquiatría para salvar mi vida-- volví a sentir la misma pulsión de muerte. Yo quiero irme con mamá. Pero hay una diferencia: antes quería irme con ella porque nunca la tuve; ahora lo deseo, quizá con más fuerza que antes, porque hace poco más de un mes la tuve. Y fue como tenerla toda una vida.
*
Ocurrió el 11 de septiembre, cuando acudí a ver a un grupo de hermanos cósmicos que tengo allá, en la lejana república de Tultepec. De uno de ellos diré que es un chamán, Marín Martínez, a quien visito desde que en 2015 una amiga me llevó con él en busca de curación (eran días oscuros, cuando yo pasaba largas semanas en cama sin comer, sin bañarme, sin hablar, durmiendo o fumando mota, enferma del cuerpo y del espíritu y con la casa hecha mierda). Con él tomo tés de hongos mágicos --Teonanácatl, la carne de los dioses-- de manera ritual desde ese año. Para mi curación, me comprometí a pasar por nueve viajes. Del que aquí hablo fue el viaje número ocho, el más reciente. Como en las ocasiones anteriores, Marín me ofreció una taza de té y oró por mí. Después me acompañó a una pequeña cabaña en el jardín de su casa: una pequeña construcción de madera, pintada de manera juguetona, con una cama, cobijas, una ofrenda y una amplia ventana para contemplar las trampas de los árboles y el cielo.

Fumé un poco de hierba para empujar el viaje y a los pocos minutos sentí, de manera más suave que otras veces, el efecto de la psiloscibina en mi cerebro. Estaba muy lejos de la euforia que muchos manifiestan con los hongos. Normalmente me trago las tristezas, pero ahí, con los ojos fijos en el suelo de tierra, comencé a llorar mientras enhebraba pensamientos para Teonanácatl, la única planta con la que he hablado. A ti no te escondo nada: conoces cómo me siento, cuánto me duele esto que cargo y que ya no le digo a nadie. Vengo a dejártelo porque yo no lo quiero. Me está matando, me estoy muriendo. Y además está mamá. Sabes cuánto la extraño, cuánto la necesito ahora conmigo.

Estuve ahí, inmóvil, con la vista en el piso hasta que se estacionó en mí cierta calma, y me recosté en la cama para extraviarme en los recovecos y las formas de la madera. De pr0nto, en una viga comenzó a formarse, con claridad digna de la más alta definición, una serpiente alada. ¡Quetzalcóatl!, supe de inmediato (desde que hago viajes rituales suelen visitarme los Dioses Viejos). La serpiente se difuminó y tomó su lugar una calavera que sólo podía ser Mictlantecuhtli o Mictlancíhuatl, pero en ese momento no recordé el nombre; sólo dije: es la Muerte, para corregirme un segundo más tarde: estoy en la Muerte. Instantes después escuché en mi cerebro una voz masculina, sonora, con un ligero toque de advertencia: tú me lo pediste. Y repitió: tú me lo pediste. Yo te lo pedí, confirmé en voz alta.

Había entrado al Mictlán. A mi alrededor había huesos, calaveras, tzompantlis. En el suelo, astillas formaban cuerpos, esqueletos que una y otra vez se disolvían para volverse seres angulosos, pájaros fantásticos, rostros semejantes a los gritos de Munch. No sentí ningún miedo. Después de todo, yo nací de la muerte de alguien.
Entonces oí a mamá. Siente al hongo adentro, siénteme adentro, me dijo. Yo me quedé atenta. ¿Eres tú? ¿Eres mi mamá? ¿Mamá? Mamá era un profundo calor interno, una voz abrasadora que estalló como luces. Soy yo, mi niña, mi pequeña tan sola, siempre triste, soy yo, ¡y te amo tanto! ¡Te amo desde siempre, mi bebita abandonada! Lamento que durante tanto tiempo te sintieras culpable por mí. Tú no me debes nada. Tú eres libre, mi hija, eres libre. Yo estoy muerta, pero tú estás viva. No te quieras morir. Ve, vive, ama mucho. No llores, mi pequeña, no llores. Lo que me pasó lo elegí yo. Y si nadie te ama, hija, te amo yo.

A mí las lágrimas me corrieron, a partir de ahí, las cuatro horas que duró el viaje. Mamá estaba conmigo y yo también tenía cosas que decirle, porque en esas cuatro horas comprendí cuánto error y horror había en mi visión del mundo. Perdóname, le supliqué. Perdóname, mamá, por favor, perdóname. Despreciaba esta vida porque siempre me sentí abandonada, sí, y llena de culpa por tu muerte. Me enseñaron que falleciste por mi causa, que te quité la existencia, que les debía a todos algo hermoso. Aprendí a justificar el desamor de los otros: ¿por qué debían quererme, si yo te había matado? Aprendí a odiarme y a odiar mi estancia en este mundo. Perdóname, yo no entendía el gran regalo que me diste, yo no entendía nada.

Y siguió el llanto, pero era el llanto más purificador del mundo, y continuó también el diálogo entre nosotras mientras ese calor interno que era ella me recorría toda. La muerte, me contó mamá, es muy bella, hija, es muy hermosa. No le temas ni te preocupes por mí. Es un poco como la vida. Yo estoy bien, y cuando vengas estaré ahí, contigo, a tu lado. No deberás temer por nada. Todo lo que alguna vez has amado está conmigo. Yo tuve un hijo, le respondí. Un hijo que aborté. Yo debo esa vida y no sabes, mamá, cuánto la amé: recuerdo que el día que me dieron el resultado positivo, aun cuando ya pensaba en el legrado, caminé toda la tarde sobre nubes rosas. Pero es que yo tenía miedo, mamá, tenía miedo de morirme a mi vez y dejar un bebé solo como yo, expliqué entre sollozos. Lo sé, contestó. Yo no te juzgo. Nadie te juzga. Tú, mi hija de corazón puro: ese bebé también está conmigo.
*
En algún punto le pregunté a mamá si quería comunicarle algo a los suyos que permanecen vivos y que tengo cerca. Dile a tu tío Agustín, me instruyó, que lo amo muchísimo y lo extraño horrores. A tu tía Margarita, que le agradezco infinitamente que cuide de ti ahora que estás enferma. A mi hermana Hilda, que la extraño y la amo muchísimo también, y que no hay nada que llorarme. Ustedes piensan mucho en que morí y olvidan que viví. La gente, hija, muere todos los días. A tu primo Tino dile que pinte, que recuerde sus genes. Es un artista. Yo estoy muy orgullosa de quienes fueron mi familia, todos artistas. También estoy muy orgullosa del hombre que elegí para ser tu padre, que aunque no pueda decírtelo te ama y a su vez está orgulloso de ti. Siempre recuerda quién eres. Eres grande y valiente: viniste a verme hasta la Muerte. Yo debo estar aquí. Tú hazlo valer, Yolanda, hazlo valer.

Cuatro horas que fueron como la vida eterna. Cuatro horas con mi madre, por quien había vivido siempre un duelo no resuelto, enterrado en lo más profundo de mi mente, en mis experiencias psíquicas más remotas. Hoy acaba ese duelo, le comuniqué a mamá. Ya te tuve, y ha sido como un sueño. Ahora ya puedo dejarte ir. Sí, reviró ella. Debes dejarme ir. Justo por eso, porque ya me tuviste y me liberaste, no iré a ninguna parte. Estoy muerta, sí, pero contigo. Tú tienes que vivir. Prométemelo.

Lo prometí. Tras esa despedida, me tendí en la cama de la cabaña, al fin en calma. Me dolían los ojos, pero al mismo tiempo me sentía mucho más humana que en toda la historia de mi vida. Ya era de noche y el viaje aún era muy fuerte: el cielo estaba rasgado por infinitos tzompantlis a veces dispersos, a veces unos sobre otros, y a mi alrededor sólo veía huesos. Estaba muy a gusto en la Muerte. Tanto, que tuve que recordar que era hora de irme. Adiós, mamá, te amo. Me enderecé y abrí la puerta rumbo a casa de Marín. Mamá, puedo jurarlo, iba detrás mío.
Ahora, poco después de un mes, aquí estoy de nuevo, un tanto más suicida que otros días, pensando en esa Muerte que es mi casa.
*
Escribir aclara la cabeza. Sé que soy afortunada. Según me dijo Claire, la esposa de Marín, muchos viajan en busca de sus muertos y pocos los encuentran. Yo ya hallé lo que buscaba en esta vida. La quería a ella, a mamá, y la tuve. La siento cerca, rondándome las tristezas. Procuro ser fuerte por ella. Intento atarme cotidianamente a la vida y recordar la vastedad de su amor por mí. Pero, con esa misma claridad que da la escritura, sé que nadie sale indemne de los trances suicidas, sobre todo de uno tan largo como el mío; algo se muere, se quiebra, se rompe para siempre. No me tengo lástima, no es un lamento: es un hecho. Quiero pensar que este dolor que nunca me abandona, esta oscuridad en la que vivo inmersa, puede ser la luz de otros que no se atreven a hablar de sus propios dolores y oscuridades; si a alguien le sirve entonces, que así sea. Si no, que esta horrenda soledad me purifique.

Mañana, 4 de noviembre de 2018, es mi cumpleaños 51. Y yo, mamá, a pesar de que no dejo de pensar en la muerte, no quiero morirme. No en esta negrura. No así. Ahora, en lugar de buscar maneras de suicidarme, miro al cielo con una silla vacía al lado, tan vacía como me siento. Tú sabes a quién le pertenece. Es la manera en la que estoy peleando por mi vida (junto con todo mi arsenal médico, porque no todo es magia). Peleo por ti, mamá, por mí.

No te vuelvas a ir nunca. No me dejes.


Jesús, no te vuelva a ir nunca, no me dejes. Lo digo y te escucho decir: Mi niña, no te vuelas a ir nunca tú, que yo aquí siempre he estado. Permítenos estar siempre a tu lado y ver en nuestras sillas vacías la presencia de todos aquellos a quienes amamos. Que el amor rompa barreras de tiempo y espacio. Que el amor nos permita estar con quienes más amamos siempre, y les permita a ellos estar vivos en nosotros, tal y como Tú, mi dulce Bien, te manifiestas en la vida que todos vivimos.

Te amo.
 




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