lunes, 19 de noviembre de 2018

Las ruinas del espíritu


 
Photo by Russ McCabe on Unsplash

Los capítulos 24 y 25 nos hablan de la deportación del pueblo de Israel a Babilonia. Sucedió en dos momentos y debió ser muy doloroso. Ser excluido, despojado, esclavizado, minimizado, es doloroso. Debe ser, incluso, peor que morir.

Hoy no hay cita. Lo que hay son lágrimas, muchas, muchas lágrimas.

Jesús, en Jerusalén no ha quedado nada. Joaquin, el último rey de Judá que no cuidó de su pueblo al no cuidar la Alianza con Yavé, vivió sus últimos días felizmente atendido en la casa del rey de Babilonia, bajo su cuidado y bien alimentado. El pueblo fue explotado y la nación dejó de existir.

¿Qué podemos decir ante todo esto? ¿Que Dios nos sostiene, nos ampara, nos ayuda? No, la verdad es que es muy difícil decir todo eso. Incluso las escrituras lo aseguran. “Yavé ya no quería perdonar.” (2 Re 24, 4) Sólo nos queda la fe. La dolorosa fe que sabe que no ve más que su sufrimiento y ve que quienes nos han herido seguirán felices su camino, completamente indiferentes ante nuestro dolor. Comerán y beberán completamente despreocupados de todo lo que han hecho. Tienen el poder y lo saben. Están bajo control y no necesitan nada más. El dolor de otros, de aquellos otros que utilizan a su antojo, no es nada ante la comodidad de sentarse en las riquezas de quienes despojaron de sus bienes.

La política, y su esposo, el poder, por grande o pequeño que sea, siempre han sido aliados del demonio.

¿Puedes imaginarte el profundo deseo de morir en momentos así? Jesús, ¿alguna vez quisiste morir? ¿Alguna vez el dolor fue tan grande que pediste morir? ¿Podría ser que cuando pedías al Padre que apartara esa copa, no pedías necesariamente vivir, sino morir pronto, sin tanto sufrimiento de por medio? Tú ya sabías lo que se avecinaba, ya sabías lo que venía. De todo eso la muerte era la parte más sencilla. Pero el calvario, el dolor, la traición, el abandono, los azotes, las espinas en tu cabeza torturándote, convenciéndote con esa penetrante insistencia de que eres rey de la nada, del vacío, el agotamiento, el ver sufrir a quienes amas. ¿Cómo no ibas a pedir que se apartara la copa? 

Si es necesario que muera, déjame morir, pero no así. De ser posible, aparta de mí esta copa, pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú. Y, Padre amado, perdona que te insista, que te lo ruegue de rodillas y completamente destrozado, en ruinas: ¡Por favor quiere! ¡Por favor!

Y Dios quiso. Yo sé, yo creo, yo tengo fe en que Dios quiso. En tus últimos momentos exclamaste: “Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?” Pero Dios tomó tu alma exhausta y te libró de todo eso que no tenías necesidad de sufrir. No fueron días Jesús. Los acontecimientos y los poderes de este mundo no pudieron detenerse porque así funcionan las cosas cuando no es tu Amor quien nos guía. Pero no fueron días Jesús. Yavé te sostuvo. Dios Padre-Madre-Espíritu, te sostuvo. Y yo con ellos, desde mis propias ruinas, estoy a tu lado, como Tú estás del mío.

Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu.

Te amo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario