Fue difícil terminar esta oración. Llevo días con
mucho trabajo, pocas fuerzas y el ánimo, pues… no han sido días buenos, lo que
implica sentir un letargo que dificulta la concentración y fluidez en todo lo
que hago. Además, reducir toda una historia, llena como está de enseñanza, en
unas cuantas palabras es complicadísimo -de hecho, no lo logré. La historia en
la que quiero enfocarme es del Segundo Libro de Reyes 4, 8 a 36. El título que
la Biblia Latinoamericana le da es: Eliseo resucita a un muerto.
La historia nos cuenta que había una mujer en Sunam
que siempre le brindó alimento a Eliseo cuando pasaba por ahí. De hecho, le pidió
a su esposo que le construyera un cuarto en la parte superior de su casa donde
podía llega a quedarse siempre que así lo necesitara. Eliseo, agradecido, quiso
bendecirla y le dijo que tendría el hijo que hasta entonces no había logrado
tener. “Ella respondió: «¡No, señor mío, tú eres un hombre de Dios; no engañes
así a tu sirvienta!» (2 Re 4, 16)
¿Cuántas esperanzas destrozadas habría tenido esta mujer
para que no quisiera ni siquiera considerar la posibilidad de tanta alegría? Su
respuesta no fue la de incredulidad ni fue falta de fe. Ella sabe que es un
hombre de Dios y que puede dar lo que ofrece. Pero también sabe que a veces
ofrecemos mucho más de lo que damos: “Aquí estoy para lo que necesites”, suelen
decirnos. Y el día que lo necesitas, ni sus luces.
¡No me engañes! Se lo pide en una súplica. No me
mientas, no me digas que me acompañarás, no me brindes una esperanza que,
llegado el momento, no me darás. No me hagas creer en una palabra que no podrás
cumplir. No prometas nada. Jurar en el nombre de Dios en falso es pecado. Y
siempre que nuestro “ser” le asegura a al “ser” de otro algo que después no
haremos, estamos jurando en falso y lo hacemos en el nombre de Dios, Así que no
nos lavemos las manos pensando, “no he dicho que lo prometo en nombre de Dios”.
Si lo has dicho desde tu ser, lo has prometido en nombre de Dios. Mejor di: “no
te prometo nada, pero voy a intentarlo”, dilo y también eso dilo en serio:
inténtalo. Porque bien visto, siempre que hablas desde tu “ser” estás hablando
desde la parte de ti en donde reside el “SER” que te da vida.
Considera además que el “ser” de esa persona esperará
lo que le has dicho que harás. Esperará, y esperar sólo para ser ignorado es…
bastante feo, ¿no crees?
En fin, sucedió tal y como Eliseo se lo predijo y tal
y como ella lo temió: tuvo un hijo que crecía amado, pero un día, de buenas a
primeras, el niño tuvo un intenso dolor de cabeza y murió. Destrozada y
decidida fue a buscar a Eliseo al monte Carmelo. Buscó al hombre de Dios que le
dio tanta alegría sólo para sentir y ver cómo se le arrebataba después.
“En cuanto llegó donde el hombre de Dios que estaba en
el monte, le abrazó las piernas. Guejazi (el sirviente de Eliseo) se acercó
para separarla, pero el hombre de Dios le dijo: «¡Déjala! Su corazón está
repleto de tristeza. Yavé me lo ha ocultado y no me lo ha dado a conocer».
“Entonces ella dijo: «¿Fui yo acaso quien pidió un
hijo a mi señor? Yo te dije muy bien: ¡No me engañes!»” 2 Re 4, 27c-28
Eliseo entonces le dio su cinturón y su bastón a Guejazi,
su sirviente, para que fuera él a ayudar al niño. Pero la mujer se negó a ir
con Guejazi. Le dijo a Eliseo, “no vine a buscarlo a él para que me ayude, te
viene a buscar a ti, tú me diste la esperanza, ayúdame tú”. Claro que se lo
dijo de otra forma, pero eso es lo que entiendo cuando leo: “La madre del niño
le dijo: «Por la vida de Yavé y por tu propia vida, que no te dejaré». Entonces
él se levantó y la siguió.” (2 Re 4, 30)
Esa actitud de Eliseo me encantó: Asumió su
responsabilidad, fue humilde, no se puso en su papel de “soy un hombre muy
ocupado”. No. Eliseo se levantó y la siguió. Someternos a la necesidad del
otro, y no a lo que yo quiero o necesito hacer, es… escuchar un llamado y
seguirlo.
Además, era esencial que la siguiera porque seguirla
implica acompañarla. Cuando leo las palabras de esa mujer, lo que leo es: “No,
no iré a ningún lado si no me ayudas. Tú fuiste quien dijo que me ayudaría, así
que acompáñame tú. Fuiste tú quien me dio esperanza, ahora no me niegues la
ayuda que necesito. Esa ayuda no pueden ser instrucciones dadas a un tercero.
Acompáñame, no me dejes sola a que yo enfrente la muerte por mí misma”.
¿Cuántas veces le decimos a alguien que estaremos ahí
cuando lo necesite y después, a la hora de la hora, hacemos de todo menos estar
ahí? Le damos consejos, le decimos qué hacer, le explicamos por qué no vale la
pena sufrir, le pedimos que se enfrente a la situación con buena cara, pero no
nos damos a la tarea -dije tarea, no la buena intención- de verdaderamente
acompañarla en eso que le sucede.
María, madre de Jesús, María Magdalena, amiga de Jesús,
y Juan, un hombre sin duda sensible y valiente -se requiere mucho valor-, acompañaron
a Jesús en su pasión. Ellos saben que a veces, acompañar a alguien en su dolor
no implica “solucionarle la vida”, no significa “evitarle el dolor”, no quiere
decir que vamos a “aplacar en nada su sufrir”. Acompañar en la pasión de otro (compasión)
significa estar ahí.
Y sí, es mucho más fácil decirle a la persona lo que
tiene que hacer para estar bien que acompañarla. Dar consejos, animarla, pero
piénsalo: ¿el sufrimiento de Jesús habría sido menos con decirle “ánimo”? Me
dirás, sin duda, que no hay sufrimiento que se le compare, pero lo que te trato
de decir es precisamente eso: No hay consuelo en el decir “tú sufrimiento no es
tan grande como el de otros”. Todo sufrimiento es grande. Y si quieres
verdaderamente ayudar a que la persona supere ese sufrir, acompáñala,
escúchala, créele, no minimices lo que siente. Como dijo Eliseo: “¡Déjala! Su
corazón está repleto de tristeza.” De modo que permite la expresión de esa
tristeza y acompáñala. Por favor, sólo ¡acompaña!
Y quizá interpretes esos signos de exclamación como un
grito, y quiero decirte que no lo son, y quisiera decírtelo para que no te
sientas ofendido y me des la espalda, pero la verdad es que ¡sí lo son! Es el
grito ahogado que llevó a la mujer de Sunam a aventársele a Eliseo a sus
piernas y abrazarlas, y le llevó a negarse a marcharse si no es con Eliseo
acompañándola.
Es el colmo que las personas que más nos necesiten
lleguen a tanto: arrastrarse, gritar, y negarse a dejarnos en paz, porque si
prometimos estar ahí, deberíamos estarlo.
Aprendamos a reconocer cuando la desesperación es eso:
desesperación, no es berrinche ni egocentrismo. La muerte es… imponente.
Enfrentarla da mucho miedo. ¿Se imaginan a María, nuestra Madre amada,
diciéndole a Jesús durante su pasión: “no llores, mira, todo va a estar bien”,
o “vamos, échale ganas, tú puedes”?
Yo sé que ver a alguien sufrir no es fácil, pero darle
recetas es inadecuado e inútil. Reconocer su dolor mientras lo acompañas le
dará mucha más fuerza. A veces la persona necesita llorar, gritar, temblar y
necesita que alguien esté ahí con ella mientas lo hace. Acompañar a alguien en
su sufrimiento, no implica disminuir ese sufrir, pero si tenemos el valor de
acompañar como lo hicieron María, Magdalena y Juan, entonces esa persona tiene
mayores posibilidades de resurgir pasada la tormenta.
Tampoco no crean que no comprendo a Eliseo. Yo sé que
también es difícil saber que el bien que hemos querido hacerle al otro lo ha
llevado a la desesperanza, la soledad y el dolor. Lo que admiro de Eliseo es
cuando le dice a su sirviente Guejazi: “¡Déjala!” Lo admiro porque al darse
cuenta de que no logró ver a tiempo lo que esa mujer verdaderamente necesitaba,
lo reconoce y “la deja ser”. ¡Eso es hermoso! Eso es bondad. No siempre
sabremos qué hacer ante el dolor de otro. Pero siempre podemos darle espacio para
que lo exprese. Quizá no sea la mejor manera, la más adecuada, la que siga las
reglas sociales, pero hay que dar espacio a que se exprese. Si se expresa,
surgirá también lo que se puede hacer para resolver, aliviar o calmar el dolor.
Pero si no se expresa, te consume por dentro.
A Eliseo le tomó siete intentos revivir a ese niño, y
lo que hizo fue muy ilustrativo de lo que necesitamos hacer para que una
esperanza resurja, una relación se vivifique y una amistad se fortalezca.
Leamos: “Después se tendió encima del niño, puso su boca en la
del niño, sus ojos en los de él, sus manos en las de él, así estuvo recostado
sobre él, y la carne del niño se calentó. Bajó luego a la casa y caminó de un
lado al otro, subió de nuevo y volvió a tenderse sobre el niño. Así lo hizo
siete veces. Al final el niño se movió y abrió los ojos.” 2 Re 4, 34-35
Tenderse sobre el niño y poner la boca sobre la suya. Así
es como Dios nos regaló la vida: Nos tocó y dio aliento. Alentar es tocar,
sostener, abrazar, animar. ¿Sabías que un bebé que no es abrazado puede morir?
Hay lugares en donde se piden voluntarios para ir a abrazar y arrullar bebés
adictos -su madre lo era y ahora el bebé tiene complicaciones- o bebés
prematuros.
Es un voluntariado que me parece debe ser hermoso. Dar
vida a través de un abrazo, del contacto, del aliento. Pero no creamos que lo únicos
necesitados de un abrazo son los bebés. Un abrazo tiene el poder de revivir a
cualquiera. Abraza. No pierdas nunca la oportunidad de abrazar a alguien que
amas. Y siempre que abraces a alguien, recuerda que le estás dando eso: aliento
de vida. El abrazo lo alentará mucho más que cualquier receta que puedas darle.
Al final de este texto te dejo dos links sobre esta verdad de la fuerza del
abrazo para dar vida y aliento a bebés al borde de la muerte o la desesperanza.
De modo que, cuando algo esencial ha muerto entre
nosotros, revivir una relación, una amistad, una esperanza, no siempre es
fácil. Implica trabajo y esfuerzo. Siete veces tuvo Eliseo que ayudar a ese
niño a renacer. No fue fácil y no se iba a solucionar con recetas ni encargos.
A veces decimos: pero si ya le di las gracias, ya le
abracé, ya estuve con él/ella. Ya le ayudé. El problema es que no quiere
perdonarme. El problema es que se niega a abrirse. El problema es él/ella.
No, no reduzcas las cosas a eso. No te laves las
manos. No te cierres a la posibilidad de un milagro. Ama. A veces nos toca a
nosotros ser quien ame. A veces nos toca a nosotros insistir. Ahora bien, hazlo
siete veces, no veinte ni cincuenta ni mucho menos cien o más: siete. Porque también
hará falta reconocer cuando ya no hay nada que hacer. A veces la relación ya ha
muerto y sin importar todo lo que hagas, no va a revivir. Pero esfuérzate
primero. No te des por vencido tan pronto. Acompaña, alienta, sostén, y si todo
es inútil, deja ir. La muerte, finalmente, también forma parte de la vida. La
semilla tiene que morir para abrir paso a la vida de la planta, del árbol, de
futuro fruto. A veces, la muerte es lo mejor que puede pasarnos, aunque sea
difícil de entender.
Jesús, ayúdanos a acompañar, alentar y sostener a
nuestros semejantes, a nuestros familiares, a nuestros amigos, incluso a
nuestros enemigos. Ayúdanos a revivir el amor y la voluntad de vivir los unos
con los otros. Enséñanos María, madre, María Magdalena, amiga, mujeres santas
reflejo de lo femenino que hay en todos nosotros, a acompañar sin exigirle al
otro que sea lo que no puede ser: “sonríe, no grites, no sufras, no llores, sé
fuerte”. Enséñanos, Mujer de Dios, a tener el valor de estar ahí y no huir y
dejar solos a nuestros semejantes.
Jesús, es difícil sufrir con el otro, y es aún más
difícil cuando su sufrir tiene algo que ver con nuestra negativa a escucharle o
a darnos cuenta de nuestra participación en su soledad. Pero Dios, sería aún
más trágico no estar ahí. Así que danos el valor de enfrentar lo que sea que
haya que enfrentar con ellos. Te lo pedimos amado Jesús en tu nombre y bajo el
amparo de María, fuerza femenina que es dulzura en la adversidad, sabe sostener
en la debilidad y apoya en la desesperanza, mujer capaz de llorar a un hijo
hacia la Vida Eterna. Gloria a Dios Padre-Madre, Hijos-Hijas que somos a través
de Jesús, y Espíritu de Vida. Te amo.
Link: Los bebés que no reciben amor tienden a morir. Dale click a la imagen pra ir al link.
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