martes, 2 de octubre de 2018

Que vuelva a latir



“Entonces ella le dijo a Elías: «¿Por qué te has metido en mi vida, hombre de Dios? ¿Has venido a mi casa para poner delante de Dios todas mis faltas y para hacer morir a mi hijo?» Le respondió: «Dame a tu hijo.» 1 Re 17, 18-19

¿Por qué te has metido en mi vida, hombre de Dios? A veces sucede que quien mayor bien te hace es quien te confronta con la realidad de la necesidad de dejar morir aquello que has aprendido a amar y que consideras tan tuyo que no quieres dejarlo ir. 

Puede ser un vicio, el ejemplo más simple, o puede ser una tendencia a tener relaciones destructivas, otro ejemplo más complejo pero válido. También puede ser un mal hábito, un autoconcepto, una convicción, en fin. Hay tantas cosas de las que estamos seguros forman parte de nosotros que nos cuesta trabajo dejarlas ir. 

Pero un hombre de Dios forzosamente te confrontará con la necesidad de dejar morir eso que crees que es tuyo, y no lo es. Lo has alimentado todo este tiempo, lo has visto crecer a tu lado, forma parte de ti, y duele horrores dejarlo ir. Pero tiene que morir para que resucite, renazca, resurja, se realce, en fin, para que exista en la presencia de Dios y bajo su intervención. El verdadero ser que está detrás de esa relación destructiva, vicio, hábito, autoconcepto, convicción, en fin, el verdadero “fruto de tu vientre, de tus entrañas, de tu ser” tiene que transformarse en la verdad que es frente a Dios, y no en la mentira que vives a sus espaldas. 

Por eso, los hombres de fe, los hombres de Dios, no siempre son bien vistos ni amados completamente. Hacer el bien muchas veces implica que tendrás que enfrentar el mal que eres y el mal que hay en los demás. Y eso es algo que casi nadie quiere hacer. Es algo que duele y cuesta trabajo. 

Y, sin embargo, amar a Dios es reconocer que hay cosas en nosotros que tienen que morir para resucitar en su presencia. Por eso, amar a Dios a veces cuesta tanto trabajo. Por eso, generalmente lo amamos de dientes para afuera. Si diéramos el trago amargo que implica dejarnos transformar por el amor exigente de un hombre de Dios, tendríamos que dejar morir lo que más amamos. Enfrentar la realidad de tomar nuestro corazón en nuestras manos, y dejarlo latir su último latido en la obscuridad de la mentira en la que nos hemos permitido vivir. 

Elías, Eli-ya, Yavé-mi-Dios, toma mi corazón destrozado y muerto en tus brazos, sube al cuarto de arriba, que es decir a mi consciencia más elevada, ahí donde habitas, y hazlo descansar en tu lecho. Que la paz de una muerte indolora cubra mi ser y que la súplica de Elías llegue a tus oídos, Yavé mi Dios, para que vuelva mi corazón a latir con el soplo de tu vida. 

Te lo suplico en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, hijo único de Dios y por lo tanto única verdad que debo seguir y amar sin reservas ni limitaciones. Te lo pido también en el nombre del Espíritu de Verdad capaz de lavar nuestras inmundicias, fecundar nuestros desiertos y curar nuestras heridas. Gracias mi dulce Bien. Gracias Elías. Y gracias a Yavé-mi-Dios que ha de escuchar mi súplica y me ha de devolver el deseo de vivir. Te amo. 




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