“De nuevo se encendió
contra Israel la cólera de Yavé, quien impulsó a David a causar su desgracia.
«Anda, le dijo, y haz el censo de Israel y Judá». […]
“Cuando David vio al
ángel que castigaba a la población, se volvió hacia Yavé y le dijo: «Yo pequé,
yo cometí esa gran falta, pero ¿qué hizo el rebaño? Que tu mano se abata sólo
sobre mí y la casa de mi padre».” 2 Sam 24, 1 y 17
El censo según nos
explica el comentario de este capítulo 24 de la Biblia Latinoamericana, no es
en sí malo. “Lo malo es creerse seguro porque se tiene mucha población o
soldados, o bien tener la obsesión de la cantidad, del número, olvidando lo
esencial, que es la calidad.”
El caso es que sucedió
una desgracia: hubo una peste. Todo mal y todo bien, se creía, eran enviados
por Dios. Hay quienes aún lo creen. Yo pienso que no es así. A veces suceden
cosas malas, cosas que están más allá de nuestro control o responsabilidad. A
veces son cosas horribles, como la peste, una violación, un secuestro, una
desaparición, un terremoto. Algunas tienen que ver con los elementos, con la
inconsciencia del actuar de algunos, y otras con la maldad (la mejor definición
que he escuchado de la maldad es de Jordan Peterson, psicólogo clínico: La
maldad es provocar sufrimiento, ahí donde no es necesario).
Todas estas cosas nos
hacen sufrir, y una de las actitudes que solemos tomar es la de arrepentirnos
de nuestros excesos, nuestros malos actos, nuestro descuido. Eso es la culpa:
un mecanismo de imponernos a nosotros “la razón” del mal, para intentar
disminuirlo. Sí yo soy culpable, puedo cambiar algo y evitar que vuelva a
suceder. Si yo soy culpable, debo hacer un sacrificio a Dios para pedir su
perdón, misericordia y ayuda.
Pero esta idea no creo
que sea correcta. La culpa es destructiva y crea mucho resentimiento contra
Dios, porque a veces no merecemos un castigo tan grande como un terremoto,
una violación, un secuestro o la muerte -y el sufrimiento durante el padecimiento
que lo trajo- de un ser querido o de nosotros mismos.
La realidad es que en
este mundo suceden cosas malas. Cosas que nos lastiman y atormentan. Que nos
roban la paz y nos llenan de dolor, sufrimiento, soledad, animadversión,
coraje, odio, y todo eso pudiera volcarse sobre el concepto de Dios. Pero no podemos culparnos de todo. Sólo podemos responsabilizarnos de lo que podemos cambiar.
La culpa nos lleva a
atormentarnos innecesariamente, nos lleva a lastimarnos, a sufrir ahí donde no
es necesario, sufrir aún más. Nos lleva a creer que “tenemos control” y que todo
depende de nosotros. Nos puede llevar a dar la espalda a Dios, o convertirlo en
el verdugo de nuestro sufrimiento. La culpa lo tergiversa todo, lo nubla todo,
lo confunde todo.
La pasión de Cristo es
misericordia no porque haya sufrido y muerto por nosotros y nuestros pecados,
en lugar nuestro. El sufrimiento sigue existiendo en el mundo y seguirá
existiendo por siempre. El pecado sigue haciendo daño y sin una mayor
intervención nuestra, así será cada vez más. Lo que realmente murió fue la
culpa. Y eso es enorme.
No tienes la culpa de
nada que te haga sufrir ni poco ni en extremo. A veces podemos aceptar que participamos en
la enfermedad al no cuidarnos, pero es más productivo tomar responsabilidad de
tus actos y ayudarte a mejorar que culparte y atormentarte por ello. Y aun
llevando una vida sana, pudieras enfermarte. ¿A quién vas a culpar? No es culpa
de nadie.
Ahora bien, ¿una
violación, un asesinato? ¿Cómo puedes ser culpable de eso? Ni siquiera Dios
puede ser culpable de algo así. Eso no es algo que Dios envió. Dios no le dijo a
esa persona: “viola”, “mata”. Él no nos pone a prueba. Eso es maldad y no hay
nada más horrible que enfrentar la maldad y sufrirla. Se necesita mucha ayuda
para superar algo así. Y la ayuda que más necesitas es la de Dios. Necesitarás
su presencia de Cruz para atravesar ese pesar, ese dolor, ese sufrimiento, sin
volcarte en el odio, el resentimiento y la soledad -que naturalmente saldrán a
defenderte: tu amor herido querrá alejarse y condenar a quienes te lastimaron;
tu resentimiento está ahí para recordarte que no debes volverte a poner en
situación de ser lastimado, y tu buscarás la soledad, porque aceptémoslo, la
maldad llegó de otros, si estás solo, no hay quién pueda lastimarte. Pero
necesitas superar ese miedo y esa culpa. No se logra salir solo.
Yo entiendo la
misericordia como: ser cordial con la miseria del otro. Ser cordial:
acompañarlo, apoyarlo, sostenerlo, ayudarlo, acercarnos, escucharlo, buscarlo
en su dolor, acariciarlo, aunque sólo pueda ser con una mirada, es no negarlo,
es buscarlo, no salir corriendo a querer matar nuestras culpas lastimándonos a
nosotros, incluso llevándonos a la muerte. (Judas Iscariote es también una
tragedia que no era necesaria -¿y quién no ha llegado a pensar: bien sabía que
merecía morir? ¡Cobarde! Yo sufro mucho cuando pienso en Judas, el suicida. Que
injusto es condenarlo sin tener idea de todo lo que pasó por su mente. Estoy
segura de que Jesús también lo sufrió. No merecía morir.)
Jesús, gracias por esa
enorme misericordia llevada al extremo de acompañarnos en el dolor del
sufrimiento sin sentido y la muerte sin razón. Gracias por hacer con nosotros
todo eso que nadie fue capaz de hacer contigo: apoyarnos, ayudarnos,
escucharnos, acompañarnos, sufrir a nuestro lado, sentir la soledad absoluta,
la que incluso nos hace pensar que Dios nos ha abandonado o castigado o
lastimado por ser los pecadores tan miserables que somos.
Gracias por ese
sacrificio que nos acompaña en todo dolor. Un sacrificio y sufrimiento que tampoco
era necesario. Y, sin embargo, lo hiciste para que no tuviéramos que sufrir
solos, para estar ahí, con nosotros. Eres tú quien nos sostiene en los momentos
extremos. Permítenos descubrirlo, aceptar tu sacrificio y sentir tu presencia
para experimentar el perdón absoluto, para comprender lo innecesario que es
lastimarnos aún más por un dolor del que no somos culpables ni ha sido voluntad
de nuestro Padre.
Papá, perdónanos por las
muchas veces que te hemos convertido en el culpable de nuestro sufrir. No somos
tus títeres, somos tus hijos. Y con nosotros, sufres. Tu omnipotencia no es
arbitrariedad. Es la capacidad de transformar incluso el dolor y el sufrir en
una bendición que nos de vida y vida en abundancia. Abre nuestros ojos al
descubrimiento de esa omnipotencia que no transgrede las leyes naturales del
mundo, pero que interviene en nuestra alma si así se lo permitimos, y desde
ahí, logra hacer milagros.
Gracias Espíritu de
Verdad por tu aliento, tu paciencia, tu esperanza. Eres todo y eres la
omnipresencia que lo da todo y nos ayuda a atravesarlo todo. Es un respiro, una
brisa eterna que nos permite seguir y nos infunde valor.
Gracias, gracias,
gracias. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Te amo.
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