“Yavé le dio a Salomón
un adversario, Hadad, que era de la familia real de Edom. (Hadad, entiendo que,
siendo aún niño, huyó cuando David venció a Edom y mandó matar a todos los
varones de su tierra. Logró librarse de la muerte y llegó a Egipto, donde el
Faraón le protegió y brindó apoyo.) […] Hadad se enteró en Egipto que había
muerto David y también Joab, jefe del ejército; entonces dijo al faraón:
«Déjame volver a mi país». El faraón le respondió: «Si nada te falta a mi lado,
¿para qué vas a volver a tu país?» Le dijo: «Es cierto que nada me falta, pero,
déjame volver». Hadad regresó pues a su país lleno de odio contra Israel, y
llegó a ser rey de Edom.” 1 Rey 11, 1 y 21-22
¿Para qué quieres
volver?, le preguntó Faraón a Hadad. Hadad no fue sincero, sólo dijo “quiero
volver”, pero no habló de su odio. Nunca respondió con la verdad a la pregunta:
¿Para qué?
En terapia, hace ya
años, aprendí que muchas veces nos preguntamos el porqué de las cosas, pero la
pregunta correcta nunca es: ¿Por qué? Siempre hay razones válidas para justificarlo
todo. No. La pregunta que debes hacerte siempre es: ¿para qué?
Responder a un “¿por
qué?” te lleva a dar razones. Y como dice Jordan Peterson, psicólogo clínico
contemporáneo de prestigio, siempre hay razones para odiar, sentir rencor,
buscar venganza. La vida es difícil, dura, la gente puede ser muy cruel
(consciente o inconscientemente, da igual, con intención o sin ella, podemos
hacer mucho daño), todo eso que muchas veces te echan encima (cosas como que es
tu imaginación, tu tienes la culpa, no tienes fuerza de voluntad, eres malo o
feo o torpe) son casi siempre maneras de buscar un chivo expiatorio que cargue
con los males de todos y se le sacrifique a él/ella, en lugar de
responsabilizarnos todos. La gente, con tal de no sufrir, prefiere hacer sufrir
a otros. Desprecia, ofende, ignora, en fin, razones para odiar hay muchas y
todas son válidas y reales.
Pero no te preguntes
¿por qué quiero que sufran también? La respuesta es obvia. Si también sufren,
quizá logren comprender todo el dolor que te provocaron, todo el daño que te
hicieron, todo el mal que te tuviste que sufrir a solas y en el abandono, y
toda la culpa que te echaron encima. Y si lo comprenden, quizá no vuelvan a
lastimarme, o al menos, ya sabrán lo que hicieron.
Pero no te preguntes
¿por qué? Pregúntate, ¿para qué? La respuesta entonces no te permitirá
engañarte ni justificar nada. No tendrás otra opción que decirlo con claridad:
Quiero lastimarlos, quiero que sufran, quiero que vivan el dolor al mismo grado
y con la misma intensidad con que la viví yo.
Y mientras lo dices, sobre todo si lo dices frente a Dios y lo conviertes en un acto de liberación absoluta, y lo vives con toda la realidad de la que eres capaz de imaginar, entonces te verás a ti mismo convertido en ese ser tan bajo y mezquino que te lastimó. Te verás hecho un monstruo, tal y como ellos fueron un monstruo para ti. Te verás sorprendido de desear tanto mal. Y si todo esto lo haces frente a Dios y lo visualizas, y eres capaz de imaginártelos sufriendo y viéndote a ti mismo parado triunfante sobre sus cuerpos o corazones heridos, entonces, cuando te miren a los ojos e imagines que vas a ver la satisfacción de la victoria, verás a un Jesús sufriente, herido, solo y lastimado como tú lo estuviste.
Entonces, tendrás que
decidir: ¿quién es el verdadero enemigo? ¿Ellos o el odio que seguramente ellos
también sintieron cuando te lastimaron, el coraje que les dio tu comportamiento
o tu ser -digo, hay personas que simplemente nos caen mal, sabrá Dios por qué?
Y recordarás que el odio es amor herido, y muy probablemente llores al darte
cuenta de que no hay nada que hacer más que aliviar ese corazón herido y
quedarte donde eres amado y necesitado: a lado de Jesús.
Ahora, y esto es
importante eh, si has sido sincero y has decidido que no vas a odiar, entonces
tienes que sacar todo eso de tu ser o no importa cuánto quieras no hacerlo, lo
harás. No importa cuántas veces digas que tú perdonas y amas, cada que puedas,
cada que cierres los ojitos de tu consciencia, vas a picarle al otro con un
cuchillito de palo, y luego levantarás los brazos para decir: yo no hice nada.
No, no, no.
Ese odio tiene que
sanar. Rodéate de gente que te estime y quiera. Confiesa tu sentir con
frecuencia, mucha frecuencia. Y aprende a golpear una almohada o la cama con
toda tu fuerza (yo me pongo guantes de box, y ahora tomo clases… Digo, si voy a
pegar, tengo que aprender a pegar bien 😉).
Este ejercicio hazlo
frente a Dios. Dile, abiertamente, aquí está todo mi odio. Al principio
imaginarás que son ellos a quienes lastimas. Después, cuando ya hayas logrado
sacar mucho de ese coraje, empieza a ya no verlos a ellos (o él o ella), sino a darle una
paliza al odio y la venganza propios. Diles que no vas a permitir que te
conviertan en un monstruo. Diles que eres fuerte y tienes un carácter entregado
a Cristo, que estás dispuesto a luchar, pero no a herir.
Y si sientes el deseo
de llorar en cualquier momento de toda esta lucha, llora, porque finalmente es
tu corazón herido el que sufre y te lleva a sentir tanto odio y deseo de
venganza. Llora y dile a Dios todo lo que te lastimaron. Dile a Dios, porque él
sabe ser consuelo.
Nos enseñan a evitar
pecar, que muchas veces se reduce a negar lo que sientes. Pero negarlo no cambia nada. Nos deberían de
enseñar a pecar correctamente. A retirarnos a nuestros desiertos y reflexionar
en nuestras soledades, donde el demonio te tienta, te ve a los ojos, te explica
todas las ganancias que podrías tener, y te habla de los porqués que todo lo
justifican, y donde Jesús te susurra y te pregunta: ¿Para qué quieres hacerme
sufrir? ¿Qué ganarías en verdad? ¿Cómo puede ser esto una victoria para ti,
para Mí, y para el mundo?
Es en esa soledad donde
necesitamos darnos permiso de pecar frente a Dios, de pecar de pensamiento,
para que imaginemos todo el daño que podemos hacer y para que tengamos claro a
quién vamos a lastimar realmente. Sin ese pecado redimido en presencia de Dios,
vamos a actuar con mucha más inconsciencia y vamos a lastimar y lastimar y
lastimar, dispuestos siempre a lavarnos las manos para justificar el daño con
razones sensatas pero crueles.
Un pecado de
pensamiento redimido frente a Dios, evitará muchos otros de palabra, obra y
omisión. Y finalmente, como bien nos lo explica Santiago sobre Abraham, padre
de la fe: “Ya ves que la fe acompañaba a sus obras, y por las obras su fe llegó
a la madurez.” (Stgo 2, 22) Aprendamos a madurar. No seamos niños: ¡Él me pegó primero! No
es quien empieza lo que importa, lo relevante siempre será quién termina. Acabemos
con el odio responsabilizándonos cada quien del nuestro.
¿Y cuántas veces
necesitas hacer esto? Setenta veces siete, o más, si es necesario. Lo que puedo
asegurarte es que tiene que volverse algo físico. Tienes que involucrar a todo
tu ser: cuerpo, mente y alma. Y toda clase de cosas van a pasar: te vas a
enfermar, se te revolverá el estómago, sentirás dolores de cabeza, en fin. Pero
es parte de los… digamos, síntomas de abstinencia que están limpiando todo tu
ser. No lo sabemos, pero el odio, el amor herido, es ya una droga tan común,
que nadie se da cuenta de que la usa constantemente.
Vivimos en un mundo en
el que la hipocresía es tan común que le llamamos “buenos modales”. Así que
mientras no le digas a alguien “chinga tu madre”, eres bueno. No importa si tus
acciones le lastiman constantemente, si le ignoras o le metes el pie siempre
que puedas, si te impones y te burlas de él/ella. En breve, si le chingas la
madre, pero no se lo dices, entonces eres bueno y estás bien.
¡Hipócritas!, gritaba
Jesús -sí, lo gritaba, si no tenía tan buenos modales como les encanta hacerte
creer. Cuida que no te lo grite a ti. Cuida mucho eso. Ver a Jesús a los ojos y
no poder más que ver un «¡hipócrita!» en su mirada, es uno de los dolores más
grandes que hay. Pero también una de las tomas de consciencia más hermosas, y
una de los muchos «perdóname» más sinceros que existen. Cuida que no te lo
diga, pero si te lo tiene que decir, atrévete a verlo a los ojos y a
escucharlo. Cambiará tu vida.
Jesús, haznos humildes.
En mi clase de box platicábamos la posibilidad de hacer una playera para todos,
entre lo que pensamos que podría decir está la propuesta: «¿Te falta humildad?
Necesitas más BAX.» (Y es “BAX”, como bien lo demuestra el vídeo que pongo al
final de mi comercial favorito de Silvester Stalone sobre la necesidad de ver
box.)
Te amo Jesús, y gracias
por mis compañeros de box y mi coach. Me han enseñado a sostenerme firme. Y a
pegar duro. Dios los bendiga siempre, y te bendiga a ti, amigo, amiga. Que su
dulzura nos lleve a enfrentar nuestros odios y deseos de venganza con todo nuestro
ser, para que, si buscamos volver a arriesgarnos a relacionarnos con otros, sea
para amar, y no para herir y desquitarnos. El mundo nada nos debe. Todo lo
encontramos en Ti.
Te amo.
Comercial aparte (si de cervezas se trata prefiero Pacífico o Indio), este es el anuncio con-sentido... ¡Bien!
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