martes, 25 de septiembre de 2018

Sé amable



La comunidad de Israel fue a ver a Roboam -hijo de Salomón, y ahora rey- y le dijeron: “«Tu padre nos impuso un duro yugo. Si nos liberas de estos trabajos forzados, de ese pesado yugo que nos ha impuesto tu padre, te serviremos. (Roboam les pidió regresar en tres días, mientras consultó con el consejo de los ancianos y pidió opinión a sus amigos -muchachitos bien, hijos de nobles cómo él. Pasados los tres días respondió.) El rey habló al pueblo ásperamente; no tuvo en cuenta el consejo de los ancianos, sino que les dijo lo que querían los jóvenes: «Si mi padre hizo pesado su yugo, conmigo será peor. Si mi padre los castigaba con correas de cuero, conmigo los látigos serán de puntas de fierro». El rey, pues, no escuchó al pueblo…” 1 Re 12, 4 y 13-15ª

¿Qué esperanza hay de ser escuchado por un niño consentido, un príncipe? Ninguna. ¿Qué sabiduría puede haber en una persona cuya única autoridad es un puesto, y que no cuenta con la experiencia del esfuerzo que el trabajo hecho a marchas forzadas deja? Ninguna.

El pueblo de Israel se dividió, como se divide el mundo ante la intolerancia, la incomprensión y la inevitable injusticia que acompaña a ambas. Unos se montan en su macho, en su poder, y deja de haber posibilidades de escucha a las necesidades, a los sentires, a las creencias de otros.

Y el problema no es que existan diferencias, es que no terminamos de entender que la unidad no significa que seamos todos iguales, equitativos, ni que unos tengan la verdad y los otros no. La Verdad absoluta nadie la tiene.

El problema es no escuchar y no poder aceptar que siempre habrá diferencias. Aceptarlas y conocerlas, no nos empobrece, todo lo contrario: nos enaltece y enriquece a todos. Pero hay que tener la voluntad de escuchar lo que a veces no creemos es importante, porque quizá lo sea mucho más de lo que pensamos.

¿Qué esperanza hay de que esto cambie? Pocas, casi ninguna. Y sinceramente ese “casi” lo pongo por fe, una fe del tamaño de un grano de mostaza. Una fe que a ratos parece desintegrarse en mi mano y convertirse en polvo. Pero una fe que aquí sigue: presente, intentando nacer como lo intenta siempre la vida cuando tiene lo mínimo necesario: un poco de tierra, un poco de agua, un poco de sol.

¿Qué puedo esperar? Sinceramente, a ratos ya sólo espero mantener vivo el minúsculo brote de esperanza que aún vive en mí. Pero si soy sincera, me encantaría que sucediera un milagro: un árbol de vida con frutos abundantes. Un árbol de la vida que permita que los frutos del conocimiento del bien y del mal convivan en sus ramas.

El conflicto se da cuando una persona toma uno de esos frutos y lo confunde con el árbol. Y entonces se lo quiere imponer a todos como la única y válida verdad. Y a veces, el fruto al que se aferran con todas sus fuerzas, ya está podrido. El árbol, hace tiempo, lo dejó caer. ¿Por qué nos aferramos a esas verdades incongruentes e incompletas que nos limitan y enferman? ¿Por qué seguir ignorando lo mucho que el conocimiento del ser humano nos dice hoy -y seguirá descubriendo- sobre nosotros, nuestro potencial y la mejor manera de desarrollarnos? Nos falta humildad para dejar ir lo que no funciona, y misericordia, mucha misericordia.

Hace tiempo escuché al comediante norteamericano Patton Oswalt hablar de su esposa ya finada Michelle McNamara. Era una mujer atea, pero con un corazón enorme, asegura él, y con una sabiduría muy humana. Ella solía decir: «Es un caos, sé amable.»

Podría decirse que esta mujer, y tantas otras, como ella, son buenos samaritanos. Y es significativo que Jesús haya hablado del prójimo utilizando a un samaritano de ejemplo. El pueblo samaritano reconocía la Torá judía, pero eran un pueblo despreciado por los judíos. Nadie los consideraba verdaderos judíos, muy a pesar de ser descendientes del pueblo de Israel. Y, sin embargo, Jesús nos cuenta que, llegado el momento de ayudar, el único que lo hizo fue un samaritano. De modo que nuestro prójimo no es quien se nos asemeja o quien nosotros reconocemos como digno, sino quien necesita nuestra ayuda. Dar lo que el otro necesita, es amar a nuestro prójimo.

Y podemos estar seguros de una cosa: Así como Jesús no se encerró en el mundo judío para brindar su salvación, la Iglesia Universal está en todas partes, aún en aquellas personas que no creen en Dios, porque hay quienes sin necesidad de creer que merecerán un cielo al morir, lo tienen claro: la vida es un caos, sé amable.

Padre nuestro que estás en los cielos, Santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase Señor tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo; danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden -y si no podemos aún perdonar, perdónalos Tú, porque sentados en su grandeza no pueden tener ni la más mínima idea del dolor que provocan, y, por favor, sostén nuestro cuerpo, corazón y alma lastimada en tus manos mientras lo haces, hasta que tengamos la fuerza para hacerlo nosotros- no nos dejes caer en tentación, y líbranos del mal. Amén.

Te amo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario