La comunidad de Israel
fue a ver a Roboam -hijo de Salomón, y ahora rey- y le dijeron: “«Tu padre nos
impuso un duro yugo. Si nos liberas de estos trabajos forzados, de ese pesado
yugo que nos ha impuesto tu padre, te serviremos. (Roboam les pidió regresar en
tres días, mientras consultó con el consejo de los ancianos y pidió opinión a
sus amigos -muchachitos bien, hijos de nobles cómo él. Pasados los tres días
respondió.) El rey habló al pueblo ásperamente; no tuvo en cuenta el consejo de
los ancianos, sino que les dijo lo que querían los jóvenes: «Si mi padre hizo
pesado su yugo, conmigo será peor. Si mi padre los castigaba con correas de
cuero, conmigo los látigos serán de puntas de fierro». El rey, pues, no escuchó
al pueblo…” 1 Re 12, 4 y 13-15ª
¿Qué esperanza hay de
ser escuchado por un niño consentido, un príncipe? Ninguna. ¿Qué sabiduría
puede haber en una persona cuya única autoridad es un puesto, y que no cuenta
con la experiencia del esfuerzo que el trabajo hecho a marchas forzadas deja?
Ninguna.
El pueblo de Israel se
dividió, como se divide el mundo ante la intolerancia, la incomprensión y la
inevitable injusticia que acompaña a ambas. Unos se montan en su macho, en su
poder, y deja de haber posibilidades de escucha a las necesidades, a los
sentires, a las creencias de otros.
Y el problema no es que
existan diferencias, es que no terminamos de entender que la unidad no
significa que seamos todos iguales, equitativos, ni que unos tengan la verdad y
los otros no. La Verdad absoluta nadie la tiene.
El problema es no
escuchar y no poder aceptar que siempre habrá diferencias. Aceptarlas y
conocerlas, no nos empobrece, todo lo contrario: nos enaltece y enriquece a
todos. Pero hay que tener la voluntad de escuchar lo que a veces no creemos es
importante, porque quizá lo sea mucho más de lo que pensamos.
¿Qué esperanza hay de
que esto cambie? Pocas, casi ninguna. Y sinceramente ese “casi” lo pongo por
fe, una fe del tamaño de un grano de mostaza. Una fe que a ratos parece
desintegrarse en mi mano y convertirse en polvo. Pero una fe que aquí sigue: presente,
intentando nacer como lo intenta siempre la vida cuando tiene lo mínimo
necesario: un poco de tierra, un poco de agua, un poco de sol.
¿Qué puedo esperar?
Sinceramente, a ratos ya sólo espero mantener vivo el minúsculo brote de
esperanza que aún vive en mí. Pero si soy sincera, me encantaría que sucediera
un milagro: un árbol de vida con frutos abundantes. Un árbol de la vida que permita
que los frutos del conocimiento del bien y del mal convivan en sus ramas.
El conflicto se da
cuando una persona toma uno de esos frutos y lo confunde con el árbol. Y
entonces se lo quiere imponer a todos como la única y válida verdad. Y a veces,
el fruto al que se aferran con todas sus fuerzas, ya está podrido. El árbol,
hace tiempo, lo dejó caer. ¿Por qué nos aferramos a esas verdades incongruentes
e incompletas que nos limitan y enferman? ¿Por qué seguir ignorando lo mucho
que el conocimiento del ser humano nos dice hoy -y seguirá descubriendo- sobre
nosotros, nuestro potencial y la mejor manera de desarrollarnos? Nos falta
humildad para dejar ir lo que no funciona, y misericordia, mucha misericordia.
Hace tiempo escuché al comediante norteamericano Patton Oswalt hablar de su esposa ya finada Michelle McNamara. Era una mujer atea, pero con un corazón enorme, asegura él, y con una sabiduría muy humana. Ella solía decir: «Es un caos, sé amable.»
Podría decirse que esta
mujer, y tantas otras, como ella, son buenos samaritanos. Y es significativo
que Jesús haya hablado del prójimo utilizando a un samaritano de ejemplo. El
pueblo samaritano reconocía la Torá judía, pero eran un pueblo despreciado por
los judíos. Nadie los consideraba verdaderos judíos, muy a pesar de ser
descendientes del pueblo de Israel. Y, sin embargo, Jesús nos cuenta que, llegado
el momento de ayudar, el único que lo hizo fue un samaritano. De modo que
nuestro prójimo no es quien se nos asemeja o quien nosotros reconocemos como
digno, sino quien necesita nuestra ayuda. Dar lo que el otro necesita, es amar
a nuestro prójimo.
Y podemos estar seguros
de una cosa: Así como Jesús no se encerró en el mundo judío para brindar su
salvación, la Iglesia Universal está en todas partes, aún en aquellas personas
que no creen en Dios, porque hay quienes sin necesidad de creer que merecerán
un cielo al morir, lo tienen claro: la vida es un caos, sé amable.
Padre nuestro que estás
en los cielos, Santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase
Señor tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo; danos hoy nuestro pan de
cada día, perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos
ofenden -y si no podemos aún perdonar, perdónalos Tú, porque sentados en su
grandeza no pueden tener ni la más mínima idea del dolor que provocan, y, por
favor, sostén nuestro cuerpo, corazón y alma lastimada en tus manos mientras lo
haces, hasta que tengamos la fuerza para hacerlo nosotros- no nos dejes caer en
tentación, y líbranos del mal. Amén.
Te amo.
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