domingo, 15 de julio de 2018

Ciego de amor


 
“Sansón les dijo: «Del que come salió lo que se come, y del más fuerte salió lo dulce. […] (Sansón le dio la solución de esta adivinanza a su mujer, y ella a quienes debían resolverla) “… y a séptimo día antes de la puesta del sol, la gente de la ciudad dijo a Sansón: «¿Qué más dulce que la miel y qué más fuerte que un león?» Les respondió: «Si no hubiesen arado con mi vaquilla, no habrían acertado con mi adivinanza.» Jue 14, 14 y 18

A Sansón lo traicionaron dos mujeres cuya lealtad no estaba con él, sino con su pueblo y su gente, es decir, sus intereses. Y tal como del cuerpo del león que Sansón mató con sus manos, surgió un enjambre de abejas con miel, que después compartió con sus padres; Sansón -el león- “abrió su corazón” -el enjambre de abejas con miel- a la segunda mujer que lo habría de traicionar. Lo hizo como lo hace un ciego incapaz de ver las señales de traición tan obvias a la vista, pues no era la primera vez que intentaba entregarlo a sus enemigos. Así, estúpido y cansado de sus ruegos, le dijo dónde estaba el origen de su fuerza: la consagración a Dios, reflejada en sus cabellos, para entonces, largos cual melena, los cuales ella cortó.

La dulzura de ese corazón que se abre aún cuando es obvio que no hay intención de abrazar su sentir, sino de entregarlo a la soledad y desesperanza de estar “ciego de amor”, es para muchos una locura, una estupidez, una barbaridad, y un ejemplo de lo que no se hace. 

Hay miles de razones para no abrir un corazón. Hay miles de razones para nunca amar. Hay miles de razones para entregarnos a la fuerza y seguridad de la lógica. Hay miles de razones para no arriesgarnos. Pero hay sólo una razón para, aún ciegos, volver los ojos del alma a la consagración de nuestro ser al amor supremo, el origen de todo verdadero amor: Dios. 

Sansón no cometió el error de amar ni el de compartir su fe en la fuente de su fuerza con la mujer que amaba. Ella, Dalila se llamaba, y la gente que como ella prefiere sacrificar el amor entregado para utilizarlo y ganar, para tener la victoria, para someter la fuerza de otros, para abusar y reír de aquellos a los que somete; ellos son los que cometieron -y comenten todos los días- el error.
Porque quizá puedas robarle la fe a alguien por un momento, dejarlos ciegos y sin sentido; quizá logres decir con una sonrisa: “yo soy mejor que tú, y tu peor error fue confiar en mí”. Pero incluso en esas circunstancias, el hombre de fe volverá a crecer su melena, lo hará frente a tus ojos y ni cuenta de vas a dar. Poco a poco volverá a recuperar su valor, y su ahora ceguera será luz en las tinieblas porque Dios será sus ojos. No resurgirá de manera inmediata, no crecerá de manera evidente. Para ti -hombre de poca fe- seguirá siendo un ciego, un esclavo de su impotencia, un inválido, un estúpido. Pero para Dios será sus brazos, sus piernas, sus ojos, su fuerza. Y cuando menos te lo esperes te sorprenderá y aplastará tu enorme ego.

Te invito a que leas la historia de Sansón en Jueces capítulos 13 al 16. Y pregúntate: ¿quién quiero ser en esta historia? ¿El tonto de Sansón o la astuta Dalila? 

Jesús, perdóname. He deseado demasiadas veces ser astuta. Demasiadas veces me he juzgado menos porque soy… yo. Así, tonta, dispuesta a amar, una verdadera estúpida capaz de creer y creer y creer, aún cuando ha sido obvio que no soy amada. Perdóname, porque he confundido el amor a otros, con el amor que te debo a ti. He olvidado que hay que amarte a ti sobre todas las cosas y seres. Y he puesto mi amor más grande y más profundo en personas que no han sabido qué hacer con todo ese amor. No ha sido culpa de ellos, después de todo, ¿quién puede con tanto Señor? Sólo Tú, mi Bien, mi Amor. 

Jesús, gracias, porque aun cuando dejé de verte a ti por verlos a ellos, Tú nunca dejaste de amarme. Has estado aquí siempre, callado, paciente, esperando que mi estupidez me llevase a la debilidad absoluta. Y no ha sido así porque así lo deseas, sino porque es inevitable caer cuando se está ciego. Y estoy ciega. No me devuelvas la vista mi Dios, sé mi ojos y mis manos y mis pies y mi fuerza. Ya no quiero ser yo, sino tuya. 

Jesús, ayúdame a ser tuya y a ser lo que pides de mí, porque la realidad es que aun cuando sé lo que me toca hacer, no he podido ponerme de pie, quitarme las cadenas y sacudirme el polvo. Y hoy vivo dando vueltas en el sinsentido de un molino sin fin. Ayúdame Señor. Te amo. 





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