sábado, 14 de julio de 2018

Elevar la llama de nuestra ofrenda


 
“Entonces Manoa (padre de Sansón) dijo al ángel de Yavé: «¿Cuál es tu nombre? Quisiéramos poder agradecerte cuando se cumplan tus palabras» (les ha dicho a Manoa y su esposa que tendrán un hijo y deberán consagrarlo al Señor). El ángel de Yavé le dijo: «¿Por qué me preguntas el nombre? Es misterioso.» Jue 14,17-18

Nombrar algo es, de alguna manera, contenerlo. Dios nos dio la facultad de nombrar (Gen 2, 19). Esta posibilidad de nombrar es, para muchos, precisamente lo que nos hace humanos. Podemos crear ideas y comunicarnos, evocar cosas que no están aquí, que, por medio de su nombre, hacemos presente. Por ejemplo, si digo “león” tu mente y la mía, han creado la imagen de un león y han hecho muchas conexiones de lo que representa un león, lo que come, dónde vive, qué color tiene, cómo es su pelaje, lo que representa o simboliza, en fin. De alguna manera “comprendemos” todo lo que un león implica más allá de sólo el nombre, pero sin el nombre, no podríamos evocar todo eso. 

Por eso, tener una experiencia de Dios (un ángel), nos lleva a querer nombrarlo, para contenerlo, hacerlo nuestro, poder evocarlo. Pero generalmente no encontramos palabras que lo abarquen, lo expresen. Es un misterio y vale la pena vivirlo así. Por ejemplo, ¿cuándo se dio cuenta Manoa que aquel ser era un ángel de Yavé? Cuando tomó el cabrito que ofreció en holocausto a Yavé, lo puso sobre una roca y le prendió fuego: “en cuanto se levantó a los cielos la llama del altar, sucedió que el ángel se elevó junto con la llama del altar.” (Jue 14, 20) 

La experiencia de Dios es un misterio. Es la combinación de muchos factores: la oración, el sacrificio, el deseo de alabar, agradar, agradecer, la humildad, el tomar conciencia de algo, de ofrecer, de compartir, de implorar, de pedir. Implica “hacer algo” que “enciende algo” en nosotros y por un momento, ambos “algos” se convierten en una realidad vivida que nos eleva. 

Hay quienes refutan lo que acabo de decir, y lo hacen muy bien, debo aceptar. En un artículo llamado, “Espiriteria: Cómo produce el cerebro experiencias religiosasy místicas” (el termino une la combinación de espíritu y materia), escrito por Francisco J. Rubia Vila, catedrático de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, nos asegura que la espiritualidad ya no puede ser comprendida como algo ajeno a nuestro cerebro, porque la experiencia espiritual se genera, precisamente, como una hiperactividad de estructuras que pertenecen al sistema límbico o cerebro emocional, y que se encuentran en la profundidad del lóbulo temporal. O sea, si sentimos que la presencia de Dios está con nosotros, es porque una parte de nuestro cerebro está en extremo activo. No tiene nada que ver con “algo” o “alguien” externo y ajeno a nosotros. Es una construcción mental. 

A mucha gente religiosa no le gusta hablar de estas cosas. Como si el hecho de poder explicar la experiencia la redujera a nada. Pero el misterio no está en cómo se genera, sino precisamente en que se genera, sucede.  Algo sucede y experimentamos que la “llama se eleva”. Y esa llama puede ser nuestro espíritu, nuestra conciencia, nuestro deseo de ser mejor, pero lo que definitivamente sucede es que “algo”, la llama, se eleva. Sin ese fruto no hubo experiencia de Dios, sólo un sentir bonito. 

Y no se puede creer que sucede sólo porque sí. La experiencia siempre requiere de nuestra voluntad de participar en el misterio, consciente o no. Siempre implica que estamos en una búsqueda y que estamos dispuestos a ofrecer algo para encontrar ese algo que buscamos. Así, ofrecemos nuestra oración. Ofrecemos nuestra atención. Ofrecemos nuestra disposición a estar quietos. Ofrecemos nuestra intención de tomar conciencia. Ofrecemos nuestra inquietud, pudiera ser que incluso sean nuestras dudas, nuestros miedos, nuestros defectos los que entren en juego, pero el caso es que ofrecemos lo que somos, y algo en nosotros se eleva. 

Por eso las experiencias religiosas superficiales se quedan al nivel del “sentir”. Sientes bonito, sientes amor, sientes dulzura, sientes, sientes y sientes, pero si, después de sentir no hay fruto, es decir, no hay cambio, no “elevaste” tu conciencia, tu disposición, o al menos tu deseo de cambiar y ser una mejor versión de ti, entonces no hubo llama que se elevara al cielo. No tocaste el misterio sino la inconsciencia del sentir.

Por eso, aún existiendo drogas que pueden inducir este “estado de experiencia mística y trascendencia” como el LSD o el peyote, por mencionar los más conocidos, no implica que usarlas nos ayuden a trascender nada. Sentir la trascendencia no es el misterio. El misterio está en trascender. 

Jesús, que nuestra relación contigo, con nuestro Padre, con tu Espíritu, no se quede en la superficie del sentir. Chapotear en albercas poco profundas no es, de ninguna manera, enfrentar la magnitud y profundidad del mar. Danos el valor de sumergirnos en la obscuridad de aguas que esconden tanto la belleza como la crudeza de nuestro existir. Danos el deseo de elevar la llama de nuestra ofrenda, de reconocer que todo sacrificio, sin entrega total de nuestro ser, es ilusión. Te amo.  







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