“Hizo
esta promesa a Yavé: «Si entregas en mis manos a los amonitas, el primero que
atraviese la puerta de mi casa para salir a saludarme después de mi victoria
sobre los amonitas, será para Yavé y lo sacrificaré por el fuego.» […] Ahora
bien, cuando Jefté regresaba a su casa en Mispá, salió a saludarlo su hija con
tamboriles y coros. Era su única hija; fuera de ella no tenía ni hijos ni
hijas. Cuando la vio, rasgó su ropa y dijo: «¡Ay, hija mía, me has destrozado!
¡Tú llegas para traerme la desgracia! Pues hice una promesa a Yavé, y ahora no
puedo echarme atrás.» Jue 11, 30 y 34-35
Suena
escandaloso, ¿verdad? Sacrificar a un hijo.
Pero
antes de escandalizarnos pensémoslo bien: todo triunfo, todo poder ganado, toda
victoria, requiere un sacrificio. Eso siempre será verdad y hay que estar
dispuesto a pagar el precio. Sin embargo, es muy importante poner atención:
¿qué es lo que estoy sacrificando? Y más importante aún: ¿A quién?
La
historia de Jefté y su hija es trágica, y es fácil colocar a Jefté en la silla
de los acusados. ¿A quién se le ocurre hacer semejante promesa? Pero su
historia es de las más repetidas. Aún hoy en día sucede una y otra vez.
La
promesa de Jefté fue hecha sin pensar, y enfocada únicamente al triunfo, no a
lo que pudiera significar el sacrificio. Demasiadas veces nuestros triunfos
implican sacrificar a quienes amamos, y en la urgencia de ganar, olvidamos salvar
la relación.
Y
es que hay que pensarlo, en exceso solemos preferir poner todas nuestras
energías en el trabajo fuera de casa, que en las personas que amamos dentro de
ella. Decimos que lo hacemos por ellos, por nuestra familia, nuestros hijos,
pero en realidad los estamos sacrificando en aras de un triunfo que al final,
sólo es nuestro.
Aparentemente,
su hija no tuvo mucho problema en aceptar su destino. Se alejó a llorar un par
de meses su pena y regresó para enfrentar la muerte. Y eso es exactamente lo
que sucede: primero, las personas que tanto amamos y que hemos decidido
sacrificar, se alejan, lloran, sufren, y finalmente, nos dejan. La relación
muere y no hay nada que hacer porque hemos preferido ganar que salvar la
relación. Cuando eso sucede, nos preguntamos: ¿cómo pueden dejarnos así, sin
más? No hemos sido capaces ni de ver el sufrimiento que provocamos.
Jesús,
perdona nuestra inconsciencia, pero más aún, despiértala. No nos dejes caer en
la tentación de sacrificar lo que más amamos por un triunfo efímero y momentáneo.
No hay triunfo que valga tanto como el amor de aquellos que nos reciben con alegría
al vernos llegar. Que sus sonrisas, su entrega, su gozo, sea más valioso e
importante, y que nos alcancemos a dar cuenta pronto, mucho antes de que sea
demasiado tarde. Te lo pedimos en tu nombre, en nombre de nuestro Padre y bajo
la intervención de tu Espíritu: enséñanos a sacrificarnos nosotros, no a sacrificar
a quienes amamos. Así sea siempre. Gracias. Te amo.
Foto tomada de “Come Home Running”: http://daynas-journey.blogspot.com/2010/10/fridays-favorite_29.html
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