miércoles, 29 de agosto de 2018

Cruzar las aguas del perdón



“Absalón y toda la gente de Israel exclamaron: «El consejo de Jusaí el arquita es mejor que el de Ajitofel».  […] Jusaí dijo entonces a los sacerdotes Sadoc y Ebiatar: «Ajitofel dio este consejo a Absalón y a los ancianos de Israel (buscar inmediatamente a David y matarlo), pero esto es lo que yo les aconsejé (mejor esperar y juntar a todo el ejército para tener una victoria segura). Vayan ahora rápidamente a avisarle a David. Díganle: No te quedes esta noche en los desfiladeros del desierto. Apresúrate en atravesar, si no el rey (David) y su ejército corren el riesgo de ser aniquilados.» 

“[…] Cuando Ajitofel vio que no se había seguido su consejo, ensilló su burro y regresó a la casa que tenía en la ciudad, puso todo en orden en su casa y se ahorcó.” 2 Sam 17, 14a-16 y 23

Como vemos, Jusaí y los sacerdotes Sadoc y Ebiatar, son aliados de David. Él mismo David les pidió que regresaran a servir a Absalón para que le informaran de lo que sucedía. (2 Sam 15, 31-37) 

Recordemos, además, que tanto David como su hijo Absalón, quien ahora se proclama rey, consideraban que la palabra de Ajitofel, era palabra de Dios. Así de importante se le consideraba, y así de terrible fue para él que su consejo no fuera escuchado. Al perder su papel como único guía, perdió también su sentido de vida, y se ahorcó. 

El suicidio es un tema que siempre me pega. He estado a las puertas del suicidio. Conozco el rostro de la tentación de morir y me he dicho las muchas razones, todas ellas válidas y ciertas, para hacerlo. Y puedo entender cómo es que muchos lo consideran una cobardía, una salida fácil. Pero toda persona que crea eso, está equivocada. Ni es cobardía, ni es una salida fácil, pero sí puede verse y sentirse como la única opción. 

Una de las razones para que algo así suceda -aclaro que no es la única ya que la problemática del suicidio es multifactorial y complejo y no puede reducirse a una única razón-, es la falta de flexibilidad en el pensar y sentir. En lo que fue mi última crisis, el mundo se me desquebrajó y me fue muy difícil mantenerme de pie y andando. Ya en terapia y con tratamiento médico, comprendí: “había puesto todos los huevos en una sola canasta”, es decir, consideré que mi vida dependía de una sola cosa que le daba sentido, algo demasiado inestable como para poder ser la razón de una existencia. En corto, en algún momento de mi vida y con el fin de tener “algo” por qué vivir, perdí flexibilidad. 

Aclaro que no hablaremos ni de los huevos ni de la canasta. Mi situación no es de interés aquí, pero definitivamente mi falta de flexibilidad contribuyó a que yo no contara con herramientas para enfrentar esa crisis de una manera más sana. Porque eso también es algo que hay que comprender, las crisis forman parte de la vida, no hay manera de escapar de ellas, pero sí podemos prepararnos mejor para enfrentarlas.

Hablemos, entonces, de ser flexibles. Ajitofel había jugado un papel demasiado importante, demasiado central, demasiado relevante: su palabra era palabra de Dios. ¿Conoces a personas que te hablan de la palabra de Dios como si fuera una regla que si se te ocurre romper vas a terminar en el infierno?

Yo me acuerdo mucho de cuando hice mi primera comunión y unos días antes nos llevaron con el padre a confesarnos. Era un padre muy viejito, muy enojón, muy… vaya, daba miedo el señor. Bueno, pues cuando me tocó confesarme, lo hice, me escuchó con algo de prisa e impaciencia, y ya para terminar me pidió que dijera el “Señor mío Jesucristo”, una oración, de todas las oraciones que tuve que aprender, que nunca logré aprenderme bien. Así que empecé a recitarla y me brincaba partes, y titubeaba, y volvía a empezar. El viejito me dio una regañada de aquellas que te hunden en el infierno y te queman por dentro. Ante sus ojos, el no saberme el Señor mío Jesucristo era peor que todos los pecados que le había confesado y que todo lo que pudiera hacer el resto de mi vida. Salí de ahí sintiéndome el ser humano más desgraciado, estúpido y malvado que pudiera existir. 

Confesarme desde esa primera experiencia, se había convertido en un horror. Y en aquel entonces era de ley que te pidieran que recitaras el Señor mío Jesucristo cada que te confesabas. Yo siempre iba con miedo y nunca me confesaba de frente, siempre detrás del confesionario para que pudiera murmurar la oración en lugar de que decirla de cara y abiertamente. 

Lo más sencillo, supongo, era aprenderme la oración, pero nunca pude. Y de verdad lo intenté, pero esa oración nunca pude aprendérmela. A la fecha, no me la sé. Sé todo lo que dice, y te la puedo explicar, pero las palabras exactas no logro retenerlas. ¿Por qué? Creo que una parte de mí, la más sana, se ha negado a intentar ser perfecta y rechaza la idea de aprenderlo de memoria, además, esa oración asegura que merezco las llamas del infierno por ser una pecadora, y pues no. No soy perfecta pero no por eso merezco quemarme eternamente. Me gusta pensarlo así: mi lado más sano se niega a ser perfecta. Ya no me importa aprenderla.

Pero me tomó años comprenderlo y aprender a ser más flexible. De modo que así pasé mi niñez, adolescencia y temprana juventud: temiendo confesarme. Hasta que un día, un padre en confesión me pidió que dijera la temida oración. Yo empecé: Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero… me duele de todo corazón… murmullos y murmullos y murmullos… Esa era la estrategia que seguía: murmurar. El padre me detuvo, y me dijo: «No te la sabes, ¿verdad?» Le confesé que no, llena de vergüenza, segura de que me regañaría, y a mis veintitantos años me sentí una niña de 8 llena de miedo. Me dijo, con lo que me pareció la voz más dulce del mundo: «Repite después de mí… Señor Mío Jesucristo…» 

Ese padre, cuyo nombre desconozco, es una de las bendiciones más grandes de mi vida. Ese padre, tomó la mano de una niña de 8 años que había vivido más de una década con miedo por no ser perfecta y tener la capacidad de responder correctamente a todo lo que se le pedía, y la guío paso a paso hacia el perdón. Yo sentí que me ayudó a cruzar un río aterrorizante, frío y profundo, que nunca me había atrevido a cruzar después de ese primer intento y fracaso. Lo cruzamos brincando de una piedra a otra, y cada piedra era una palabra que no podía decir, y que, con su paciencia y cariño, pude decir. Fue la primera vez que me sentí verdaderamente perdonada. Lloré mucho ese día. Eso no significa que empecé a ser flexible inmediatamente. No. Me tomó mucho tiempo, aún hoy trabajo en eso. 

No seamos inflexibles y no coloquemos todo nuestro ser en una sola canasta. Porque el día que nos quiten esa canasta o que fallemos y rompamos un huevo o dos o cinco, ese día nos sentiremos tan insignificantes y sin sentido que no podremos encontrar otro camino que la muerte y el olvido. 

Y no hablo sólo de un suicidio. Nos ahorquemos o no, algo morirá en nosotros y seremos seres sumergidos en la tristeza de la exigencia incumplida. El sentido de nuestra vida no es cumplir con expectativas, es vivir. Y vivir es equivocarse. Comparte con Dios tus errores y equivocaciones, tus fallas y tus defectos, tus complejos y tus angustias. Verás que encuentras mucha más tolerancia de la que mucha gente te dice que hay. Y más importante aún, encontrarás el deseo, la fuerza y el modo de mejorar. Dios se las ingenia para ayudarte, así que déjate ayudar. Por eso Jesús nos insistía: “Arrepiéntete y creé en el Evangelio”. No porque te vayas a ir al infierno, sino porque hay un cielo de posibilidades cuando reconoces tus fallas y pones tu ser en manos de un Dios que abarca todas y aún muchas más de las que puedas imaginar. En Dios y con Dios, hay mucho espacio para mejorar. Mucho. 

Jesús, mi Amor, mi dulce Amor, gracias por hacerte presente en aquellas personas que con ternura nos ayudan a identificar nuestros errores y a corregirlos con paciencia. Permítenos aprender de ellos y darle a quienes nos rodean la seguridad del amor y el acompañamiento, pase lo que pase, hagan lo que hagan. Sé que se dice fácil, pero a veces dar esa paciencia cuando no somos flexibles ni con nosotros mismos es muy difícil, de modo que enséñanos a querernos así, imperfectos, para que podamos alcanzar con humildad la perfecta misericordia que nos brindas y llenemos nuestros errores con el acierto de Tu amor. Gracias mi dulce Bien, mi Vida, mi Amor. Te amo. 







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