“El rey
entonces se conmovió (ante la noticia de la muerte de su hijo), subió a la
habitación que estaba encima de la puerta y se puso a llorar. Caminando de uno
a otro lado hablaba así: «¡Hijo mío Absalón! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío Absalón! ¿Por
qué no morí yo en vez de ti? ¡Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío!»
“Joab entró
en la habitación del rey y le dijo: «Hoy cubres de vergüenza a todos tus
servidores. Te salvaron la vida, la vida de tus hijos y de tus hijas, la vida
de tus mujeres y de tus concubinas. Pero tú amas a los que te odian y odias a
los que te aman. Lo estás demostrando ahora: tus servidores y sus jefes son
nada para ti, y si Absalón estuviera ahora con vida y todos nosotros muertos,
tú estarías muy feliz. ¡Arréglate pues, sal y habla a tus oficiales! Lo juro
por Yavé, si no sales, nadie quedará a tu lado esta noche, y será para ti una
desgracia más grande que todas las que te han sobrevenido desde tu juventud
hasta hoy».” 2 Sam 19, 1 y 6-8
Aquí puedo imaginarme a
Dios Padre llorando por sus hijos. Aquellos que hemos matado, eliminado,
olvidado, rechazado, dejado completamente solos, aquellos a los que no logramos
incluir en nuestra sociedad porque, aceptémoslo, es más fácil prescindir de
ellos que buscar soluciones.
Fue Joab quien asesinó
a Absalón, ignorando la orden de David de no hacerle daño. Joab nos representa
a muchos de nosotros. Es un buen hombre, un buen soldado (empleado,
trabajador), un buen estratega (administrador, jefe). Joab creé que porque es
bueno tiene derecho a decirle al rey que deje de ser débil y haga lo que tiene
que hacer: superar la muerte de un traidor y tomar las riendas del gobierno. En
términos humanos, Joab es un buen hombre y tiene razón.
La Biblia
Latinoamericana comenta en el capítulo anterior, el 18 de este Segundo Libro de
Samuel, lo siguiente:
“Aunque el hijo haya
dejado la casa de su padre y le haya hecho mucho daño, el padre no pierde la
esperanza. Más aún, es tanto su amor, que está en las puertas de la ciudad
esperando noticias, como el Padre de la parábola del Hijo Pródigo, que divisó
por primero a su hijo que regresaba.
“Joab tiene la razón
desde el punto de vista político, pero David se acercó a la manera de ver de
Dios.”
Dios Padre no pierde la
esperanza. Nos ha pedido que vayamos tras sus hijos perdidos y que los traigamos
de vuelta con vida. Nos ha pedido, una y otra vez, que no midamos las cosas
sólo en términos políticos, económicos, ideológicos, convenientes, ordenados,
sino que hagamos el esfuerzo de “sentir” lo que es para él perder un hijo, y le
evitemos ese dolor a toda costa.
Imagínalo: Perder un
hijo.
Jesús, Tú que eres
nuestro hermano mayor, que eres quien abraza a nuestro Padre y buscas
consolarlo en su infinito dolor, quien lo ve a los ojos y ve en ellos todo el
sufrimiento que le causa el olvido y la muerte que entre hermanos nos
provocamos; toca nuestro corazón para que dejemos de ser hijos ingratos que
sólo piensan en la herencia que pueden repartirse, o el orden que puede
conseguirse, con uno menos a quien atender.
Yo sé que no se trata
de resolverles la existencia. Todos tenemos que hacer el esfuerzo de vivir.
Pero Dios mío, que nunca estemos dispuestos a sacrificar a alguien en aras de
lo “conveniente”. Porque nuestro Padre ama incluso a los hijos que le odian, y
odia la visión utilitaria que los considera objetos útiles o inútiles del
progreso, la economía y el gobierno.
Papá, perdónanos. Sé
que, como Iglesia, comunidad, estado y familia, no hemos sabido integrarnos a
todos. Ninguno de nosotros es un caso sencillo. Estamos llenos de tantos
defectos y siempre estamos más dispuestos a señalarlos que a buscar el diálogo.
Preferimos ignorar lo que los demás tienen que decirnos sobre nuestras faltas
que afrontar la necesidad de cambio, primero en nosotros mismos y después en
las relaciones que creamos.
Espíritu Santo,
consuela a Papá. Abrázalo e inclúyenos en ese abrazo que es el amor que nos
tiene, que nos tenemos. Ayúdanos a comprender que ese dolor, el de nuestro
Padre, es el reflejo del dolor tan grande con que hemos alimentado nuestros
odios. Ayúdanos a dejar de provocarnos tanto dolor y sufrimiento. Dale
flexibilidad a nuestros ánimos y nuestras ideas. Que sepamos extender nuestra
mano no con ánimo de ofrecer nuestra lástima, sino con la intención de ayudar
con acciones que dignifiquen a los demás, no los hundan aún más en la
conmiseración de sus penas. Que no tratemos a un pobre como “pobre”, a un
enfermo como “enfermo”, a un criminal como “criminal”, a una mujer como “mujer”
(ya sabes, débil, neurótica) o a un hombre como “hombre” (fuerte, insensible, sádico).
Todos somos humanos. Que nos tratemos como humanos, como hermanos, como hijos
dignos de Dios. Que estemos dispuestos a aprender qué es eso de tratarnos como
humanos, sin etiquetas ni juicios limitados.
Se los pedimos en el
nombre del Amor del Padre, del Amor del Hijo, y del Amor del Espíritu Santo. Amén.
Gracias. Te amo.
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