martes, 21 de agosto de 2018

Que nada sea lo que deseamos


 
La cita de hoy es del comentario de la Biblia Latinoamericana a 2 Sam 11, el capítulo que narra a detalle el adulterio de David: “¿Cómo un libro destinado a recordar la memoria del rey modelo (David) se atrevió a contar este suceso con tanta franqueza? Nunca lo hubiera hecho un historiador oficial de otro pueblo, y además en ese tiempo no eran pecado ni crimen los caprichos del rey. Pero la Biblia no es un libro escrito para la gloria de un rey o de un pueblo. Es ‘Revelación de Dios’ en el sentido más profundo de la palabra. Es meditando la palabra de Dios cómo el hombre aprende a conocerse a sí mismo: es un pecador que necesita del Salvador que Dios le envía.” 

No tiene caso que intente sintetiza el adulterio de David. Si no lo conoces lo mejor que puedes hacer es leerlo. Vale la pena. Ahora bien, como nos dice el comentario, no hay que leer sin meditar. Y meditar es mucho más que pensar, entender, juzgar, o encontrar la moraleja de la historia. 

Meditar es verdaderamente vivir la historia. Estar ahí, convertirte en David, en Urías (el esposo), en Betsabé (la mujer), en Joab, a quien David le dio la orden de poner a Urías en situación de peligro, o en cualquiera de los hombres que murieron a lado de Urías. Convertirte en ellos, imaginar lo más detalladamente que te sea posible lo que es estar en sus zapatos, comprender su humanidad, su deseo, su motivación, y vivir con ellos las decisiones que tomaron, los beneficios que tuvieron, y las desgracias que sufrieron o provocaron. Meditar no es una acción intelectual, es una experiencia. No es ser un simple espectador que señala lo bueno y malo, es hacer un esfuerzo de pensar, sentir, ser -aunque sólo sea con nuestra imaginación- la persona que vive eso que te cuentan. Si hacemos eso, si verdaderamente vivimos la historia, va a ser muy difícil colocarnos por encima o por debajo del texto. El mensaje deja de ser una enseñanza para convertirse en una vivencia. 

Entonces, sabrás lo complicado y doloroso que es ser un ser humano, y la enorme necesidad que tenemos de no serlo a solas, porque nunca eres sólo tú. Te obligarás a detenerte, reflexionar en la manera en que actúas, perdonar tus debilidades y las de otros, y exigir siempre el camino más estrecho, el menos transitado, el más difícil, el que hace del amor un acto que no se experimenta a solas, ni siquiera se experimenta entre dos personas, sino que se extiende a todos y tiene consecuencias en todo y todos.

Si hacemos esto, quizá logremos librarnos de la tentación. Jesús nos enseñó que, al pedir a nuestro Padre en oración, dijéramos: “No nos dejes caer en tentación.” Muchos de nosotros creemos que eso es solicitar a Dios que nos evite estar en situación de ser tentados o que de alguna manera nos evite el dolor de caer. Nada más lejos de la verdad. Si lo que deseamos es no caer en tentación lo que necesitamos es pedirle a Dios su guía y ayuda, confesar nuestro deseo, hablarlo con nuestro confesor o guía, y ser sincero ante nuestras motivaciones para poder así analizar las posibles consecuencias antes de tomar un paso en falso. 

Me explico. Nada de lo que David sintió, y quizá Betsabé (de su sentir no se habla) es humanamente incomprensible. El problema es que el esfuerzo estuvo en ocultar lo que existía, no en hablar abiertamente de lo que pasaba, de lo que sentía, pensaba, deseaba, de lo que quería lograr. Cuando digo abiertamente, hablo de honestidad. Hablar con honestidad de lo que sucede. David contaba con alguien con quien hablar: Natán, quien más adelante le hace ver su error y falta. Pero no era Natán quien tenía que cuidar y vigilar los pasos de David, era David quien debía buscar la ayuda de Natán. En aquel entonces el sacramento de la confesión no se había instituído aún, pero lo que David necesitaba era un buen confesor. Hoy que contamos con este sacramente somos muy afortunados, pero lamentablemente lo empleamos poco y mal.

Muchas veces pensamos que la confesión se hace después de cometer el pecado, pero se nos olvida que los pecados no son sólo acciones realizadas (obras), sino palabras, pensamientos y omisiones también. La necesidad de ocultar algo que existe en nosotros por calificarlo de malo o inadecuado, nos lleva a fortalecer la tentación. Podremos negarlo y evitar hablar de ello, pero la tentación ahí sigue y nublará nuestra percepción. Al final, alguien saldrá herido, si no es que todos.

Pero hablarlo, confesarlo, analizarlo, descubrir las motivaciones -nobles o innobles, no se trata de calificarlo-, analizar las consecuencias, en fin, todo eso ayuda a quitarle fuerza, a trascenderlo y a elegir el bien mayor. Daremos a nuestras acciones el valor de Dios y encaminaremos nuestros pasos a que sea el amor la expresión de nuestros actos, no sólo un buen deseo.

Lamentablemente, hoy en día ni nosotros los laicos hemos comprendido la importancia de la confesión y solemos hacerlo muy, muy, muy de vez en cuando, ni los sacerdotes son suficientes, tienen el tiempo, y muchas veces tampoco tiene el temperamento y la paciencia para realmente escuchar. “No me expliques qué te llevó a hacerlos, sólo dime los pecados”, me dijo una vez un Padre. Confesarme fue casi leer una lista de supermercado, eso sí, logré confesarme en cuestión de minutos.    

Yo he sido muy afortunada en ese sentido. Mi guía espiritual por mucho tiempo fue el Padre Robert Coogan, capellán de los centros penitenciarios de Saltillo, y en esas confesiones fue también un gran escucha, una persona que muy acertadamente me cuestionaba y me permitía cuestionar, y un maestro que me enseñó a disciplinar mi voluntad en la lectura, la contemplación, y lo que yo llamo un análisis meditativo de mis acciones, deseos, motivaciones y metas. El Padre Robert no se situó como maestro al que había que alabar ni escuchar ciegamente, sino que me puso en manos de Dios, limó mis diferencias con Jesús -que eran muchas- y me enseñó a respirar al Espíritu Santo. En otras palabras, me dio herramientas para interactuar con nuestro Señor en todas sus personas, y me dejó usar las herramientas que me brindó.
Pero seamos sinceros, lo que logró tampoco lo hizo solo. Mucho tuvo que ver conmigo. Yo tuve que tener la disposición de hablar y escuchar, yo tuve que ir a confesarme una y otra vez, yo le pedí que fuera mi guía espiritual, yo le pedí que me prestara libros, yo hacía el esfuerzo de responder a mis propias preguntas, yo me enojaba, lloraba, me atacaba de la risa, decía que no estaba de acuerdo, aplaudía lo visto, preguntaba por el nombre del autor del que había hablado, investigaba más acerca de tal y cual cosa, y cuando algo no me convencía, no decía que sí nada más porque sí. Fui un apóstol activo, no un escucha pasivo. 

Así que él fue mi maestro y guía, pero ambos participamos en el proceso. Sin mi participación, nada de eso habría ocurrido, y sin su paciencia -debo decir que mucha más de la que cualquiera podría tenerme- no lo habría logrado. 

El Padre Robert es un sacerdote poco valorado, creo yo, pero lo es porque no te da recetas, no te dice: haz esto y esto y esto. No te da atole con el dedo, como se dice. No. Él te guía hacia dónde ir, por dónde buscar, te habla de experiencias de vidas, de lo que otros han dicho sobre algo. Sacarle una respuesta simple es complicadísimo.  Para aprender con él hay que ser un apóstol terco y latoso, pero dispuesto a buscar por tu cuenta también. Porque el Padre Robert no le da a nadie la comida en la boca ni masticada. Te dice: piensa, lee, esfuérzate, busca, escucha, “ve y verás.” 

Jesús no me pudo haber puesto en mejores manos, y el Padre Robert no pudo haber hecho un mejor trabajo en lo que a “salvar mi alma” se refiere. De verdad puedo decir que me salvó, porque yo estuve en las garras del infierno y si hoy aún existo es gracias a todo lo que con él aprendí. 

Eso no implica, de ningún modo, que todo lo que yo pienso y escribo sean fruto directo del Padre Robert. Estoy muy segura de que hay cosas en las que no está de acuerdo conmigo, quizá incluso las rechace en su totalidad. Exactamente qué piense, no lo sé. Nunca lo supe de cierto, porque como ya dije, con él es complicado tener una respuesta sencilla. Pero incluso eso es sano y bueno. 

Por ejemplo, y guardando todas las proporciones necesarias, Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, tuvo como discípulos a personajes que no siguieron sus pasos al cien por ciento y tuvieron nuevas ideas, conceptos y aproximaciones a la psiquis humana. Algunas llegaron a ser completamente distintas a las planteadas por “el maestro”. Las diferencias, sin embargo, no surgieron para detrimento del la psicología en su conjunto, sino para su florecimiento, pues dieron pauta al nacimiento de nuevas corrientes o “escuelas”. Entre ellos están Carl Jung, Alfred Adler, Erick Fromm y Erick Erickson. 

Hoy en día, no hay un psicólogo que se respete, que no los haya estudiado a todos, porque cada uno brinda luz en alguna parte del constructo humano que somos. Porque ni Freud pudo decir todo lo que somos, ni cada uno de ellos podría haber logrado lo que lograron sin Freud. Y todo lo que construyamos ahora, se fundamentará en lo que plantearon ellos, aun si lo llegasen a contradecir. 

En la Iglesia necesita ser igual. Aquí todos debemos participar activamente, pues si bien somos un rebaño, no lo somos para ser eternas ovejas, sino desarrollarnos como pastores. Necesitamos todos asumir el sacerdocio que todos compartimos.   

Así que, por muy discípulo que seas de alguien, si te conviertes en su copia, si no haces más que actuar, pensar y ser como él, entonces no fue tu guía ni tu ejemplo, fue un ídolo al que decidiste elogiar y admirar. Lo pusiste en un pedestal y te sentaste cómodamente a contemplarlo porque no estás dispuesto a bajarte del barco e intentar caminar sobre las aguas con tu propio pie. 

Así que no quieras que “el Padre” haga y diga y decida y resuelva solo. No fomentes ni aceptes el clericalismo. No. Haz el trabajo, el trabajo real, el que te obligue, no a buscar la aprobación “del Padre”, sino la aprobación de Dios, el acercamiento con Jesús, y la escucha activa al Espíritu Santo. Obedecer a un Padre no tiene chiste. El reto es aprender de él lo que es obedecer a Dios. 

Jesús, danos la sabiduría y la voluntad para brillar. No nos permitas encender nuestra luz para esconderla debajo de la mesa. Ayúdanos a encontrar la Luz, que siendo tuya, logrará existir en nosotros estemos solos o acompañados. Danos la voluntad de esforzarnos en el conocimiento de nuestro ser, reflejo del Tuyo, y actuar con honestidad, aunque eso a veces implique que nada sea como deseamos. Y bendice a los sacerdotes, a los laicos y a la relación que necesita gestarse entre ellos y nosotros; una relación de iguales, que es decir hermanos; no una de padre e hijo, en la que los dos viven para colgarse del otro. Gracias mi querido Padre, mi amado Jesús y mi benévolo Espíritu. Dios, bendícenos a todos. Te amo.   






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