La cita de hoy es del comentario de la Biblia
Latinoamericana a 2 Sam 11, el capítulo que narra a detalle el adulterio de David:
“¿Cómo un libro destinado a recordar la memoria del rey modelo (David) se
atrevió a contar este suceso con tanta franqueza? Nunca lo hubiera hecho un
historiador oficial de otro pueblo, y además en ese tiempo no eran pecado ni
crimen los caprichos del rey. Pero la Biblia no es un libro escrito para la
gloria de un rey o de un pueblo. Es ‘Revelación de Dios’ en el sentido más
profundo de la palabra. Es meditando la palabra de Dios cómo el hombre aprende
a conocerse a sí mismo: es un pecador que necesita del Salvador que Dios le
envía.”
No tiene caso que intente sintetiza el adulterio de
David. Si no lo conoces lo mejor que puedes hacer es leerlo. Vale la pena.
Ahora bien, como nos dice el comentario, no hay que leer sin meditar. Y meditar
es mucho más que pensar, entender, juzgar, o encontrar la moraleja de la
historia.
Meditar es verdaderamente vivir la historia. Estar
ahí, convertirte en David, en Urías (el esposo), en Betsabé (la mujer), en
Joab, a quien David le dio la orden de poner a Urías en situación de peligro, o
en cualquiera de los hombres que murieron a lado de Urías. Convertirte en ellos,
imaginar lo más detalladamente que te sea posible lo que es estar en sus
zapatos, comprender su humanidad, su deseo, su motivación, y vivir con ellos
las decisiones que tomaron, los beneficios que tuvieron, y las desgracias que
sufrieron o provocaron. Meditar no es una acción intelectual, es una
experiencia. No es ser un simple espectador que señala lo bueno y malo, es
hacer un esfuerzo de pensar, sentir, ser -aunque sólo sea con nuestra
imaginación- la persona que vive eso que te cuentan. Si hacemos eso, si
verdaderamente vivimos la historia, va a ser muy difícil colocarnos por encima
o por debajo del texto. El mensaje deja de ser una enseñanza para convertirse
en una vivencia.
Entonces, sabrás lo complicado y doloroso que es ser
un ser humano, y la enorme necesidad que tenemos de no serlo a solas, porque
nunca eres sólo tú. Te obligarás a detenerte, reflexionar en la manera en que
actúas, perdonar tus debilidades y las de otros, y exigir siempre el camino más
estrecho, el menos transitado, el más difícil, el que hace del amor un acto que
no se experimenta a solas, ni siquiera se experimenta entre dos personas, sino
que se extiende a todos y tiene consecuencias en todo y todos.
Si hacemos esto, quizá logremos librarnos de la
tentación. Jesús nos enseñó que, al pedir a nuestro Padre en oración, dijéramos:
“No nos dejes caer en tentación.” Muchos de nosotros creemos que eso es
solicitar a Dios que nos evite estar en situación de ser tentados o que de
alguna manera nos evite el dolor de caer. Nada más lejos de la verdad. Si lo
que deseamos es no caer en tentación lo que necesitamos es pedirle a Dios su
guía y ayuda, confesar nuestro deseo, hablarlo con nuestro confesor o guía, y
ser sincero ante nuestras motivaciones para poder así analizar las posibles
consecuencias antes de tomar un paso en falso.
Me explico. Nada de lo que David sintió, y quizá
Betsabé (de su sentir no se habla) es humanamente incomprensible. El problema
es que el esfuerzo estuvo en ocultar lo que existía, no en hablar abiertamente
de lo que pasaba, de lo que sentía, pensaba, deseaba, de lo que quería lograr.
Cuando digo abiertamente, hablo de honestidad. Hablar con honestidad de lo que
sucede. David contaba con alguien con quien hablar: Natán, quien más adelante
le hace ver su error y falta. Pero no era Natán quien tenía que cuidar y
vigilar los pasos de David, era David quien debía buscar la ayuda de Natán. En aquel
entonces el sacramento de la confesión no se había instituído aún, pero lo que
David necesitaba era un buen confesor. Hoy que contamos con este sacramente
somos muy afortunados, pero lamentablemente lo empleamos poco y mal.
Muchas veces pensamos que la confesión se hace después
de cometer el pecado, pero se nos olvida que los pecados no son sólo acciones
realizadas (obras), sino palabras, pensamientos y omisiones también. La
necesidad de ocultar algo que existe en nosotros por calificarlo de malo o
inadecuado, nos lleva a fortalecer la tentación. Podremos negarlo y evitar
hablar de ello, pero la tentación ahí sigue y nublará nuestra percepción. Al
final, alguien saldrá herido, si no es que todos.
Pero hablarlo, confesarlo, analizarlo, descubrir las
motivaciones -nobles o innobles, no se trata de calificarlo-, analizar las
consecuencias, en fin, todo eso ayuda a quitarle fuerza, a trascenderlo y a
elegir el bien mayor. Daremos a nuestras acciones el valor de Dios y encaminaremos
nuestros pasos a que sea el amor la expresión de nuestros actos, no sólo un
buen deseo.
Lamentablemente, hoy en día ni nosotros los laicos
hemos comprendido la importancia de la confesión y solemos hacerlo muy, muy,
muy de vez en cuando, ni los sacerdotes son suficientes, tienen el tiempo, y
muchas veces tampoco tiene el temperamento y la paciencia para realmente
escuchar. “No me expliques qué te llevó a hacerlos, sólo dime los pecados”, me
dijo una vez un Padre. Confesarme fue casi leer una lista de supermercado, eso
sí, logré confesarme en cuestión de minutos.
Yo he sido muy afortunada en ese sentido. Mi guía
espiritual por mucho tiempo fue el Padre Robert Coogan, capellán de los centros
penitenciarios de Saltillo, y en esas confesiones fue también un gran escucha,
una persona que muy acertadamente me cuestionaba y me permitía cuestionar, y un
maestro que me enseñó a disciplinar mi voluntad en la lectura, la
contemplación, y lo que yo llamo un análisis meditativo de mis acciones,
deseos, motivaciones y metas. El Padre Robert no se situó como maestro al que
había que alabar ni escuchar ciegamente, sino que me puso en manos de Dios,
limó mis diferencias con Jesús -que eran muchas- y me enseñó a respirar al
Espíritu Santo. En otras palabras, me dio herramientas para interactuar con
nuestro Señor en todas sus personas, y me dejó usar las herramientas que me
brindó.
Pero seamos sinceros, lo que logró tampoco lo hizo
solo. Mucho tuvo que ver conmigo. Yo tuve que tener la disposición de hablar y
escuchar, yo tuve que ir a confesarme una y otra vez, yo le pedí que fuera mi
guía espiritual, yo le pedí que me prestara libros, yo hacía el esfuerzo de
responder a mis propias preguntas, yo me enojaba, lloraba, me atacaba de la
risa, decía que no estaba de acuerdo, aplaudía lo visto, preguntaba por el
nombre del autor del que había hablado, investigaba más acerca de tal y cual
cosa, y cuando algo no me convencía, no decía que sí nada más porque sí. Fui un
apóstol activo, no un escucha pasivo.
Así que él fue mi maestro y guía, pero ambos
participamos en el proceso. Sin mi participación, nada de eso habría ocurrido,
y sin su paciencia -debo decir que mucha más de la que cualquiera podría
tenerme- no lo habría logrado.
El Padre Robert es un sacerdote poco valorado, creo
yo, pero lo es porque no te da recetas, no te dice: haz esto y esto y esto. No
te da atole con el dedo, como se dice. No. Él te guía hacia dónde ir, por dónde
buscar, te habla de experiencias de vidas, de lo que otros han dicho sobre
algo. Sacarle una respuesta simple es complicadísimo. Para aprender con él hay que ser un apóstol
terco y latoso, pero dispuesto a buscar por tu cuenta también. Porque el Padre
Robert no le da a nadie la comida en la boca ni masticada. Te dice: piensa,
lee, esfuérzate, busca, escucha, “ve y verás.”
Jesús no me pudo haber puesto en mejores manos, y el
Padre Robert no pudo haber hecho un mejor trabajo en lo que a “salvar mi alma”
se refiere. De verdad puedo decir que me salvó, porque yo estuve en las garras
del infierno y si hoy aún existo es gracias a todo lo que con él aprendí.
Eso no implica, de ningún modo, que todo lo que yo
pienso y escribo sean fruto directo del Padre Robert. Estoy muy segura de que
hay cosas en las que no está de acuerdo conmigo, quizá incluso las rechace en
su totalidad. Exactamente qué piense, no lo sé. Nunca lo supe de cierto, porque
como ya dije, con él es complicado tener una respuesta sencilla. Pero incluso
eso es sano y bueno.
Por ejemplo, y guardando todas las proporciones
necesarias, Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, tuvo como discípulos a
personajes que no siguieron sus pasos al cien por ciento y tuvieron nuevas
ideas, conceptos y aproximaciones a la psiquis humana. Algunas llegaron a ser completamente
distintas a las planteadas por “el maestro”. Las diferencias, sin embargo, no
surgieron para detrimento del la psicología en su conjunto, sino para su
florecimiento, pues dieron pauta al nacimiento de nuevas corrientes o “escuelas”.
Entre ellos están Carl Jung, Alfred Adler, Erick Fromm y Erick Erickson.
Hoy en día, no hay un psicólogo que se respete, que no
los haya estudiado a todos, porque cada uno brinda luz en alguna parte del
constructo humano que somos. Porque ni Freud pudo decir todo lo que somos, ni
cada uno de ellos podría haber logrado lo que lograron sin Freud. Y todo lo que
construyamos ahora, se fundamentará en lo que plantearon ellos, aun si lo
llegasen a contradecir.
En la Iglesia necesita ser igual. Aquí todos debemos
participar activamente, pues si bien somos un rebaño, no lo somos para ser eternas
ovejas, sino desarrollarnos como pastores. Necesitamos todos asumir el
sacerdocio que todos compartimos.
Así que, por muy discípulo que seas de alguien, si te
conviertes en su copia, si no haces más que actuar, pensar y ser como él,
entonces no fue tu guía ni tu ejemplo, fue un ídolo al que decidiste elogiar y
admirar. Lo pusiste en un pedestal y te sentaste cómodamente a contemplarlo
porque no estás dispuesto a bajarte del barco e intentar caminar sobre las
aguas con tu propio pie.
Así que no quieras que “el Padre” haga y diga y decida
y resuelva solo. No fomentes ni aceptes el clericalismo. No. Haz el trabajo, el
trabajo real, el que te obligue, no a buscar la aprobación “del Padre”, sino la
aprobación de Dios, el acercamiento con Jesús, y la escucha activa al Espíritu
Santo. Obedecer a un Padre no tiene chiste. El reto es aprender de él lo que es
obedecer a Dios.
Jesús, danos la sabiduría y la voluntad para brillar.
No nos permitas encender nuestra luz para esconderla debajo de la mesa.
Ayúdanos a encontrar la Luz, que siendo tuya, logrará existir en nosotros
estemos solos o acompañados. Danos la voluntad de esforzarnos en el
conocimiento de nuestro ser, reflejo del Tuyo, y actuar con honestidad, aunque
eso a veces implique que nada sea como deseamos. Y bendice a los sacerdotes, a
los laicos y a la relación que necesita gestarse entre ellos y nosotros; una
relación de iguales, que es decir hermanos; no una de padre e hijo, en la que los
dos viven para colgarse del otro. Gracias mi querido Padre, mi amado Jesús y mi
benévolo Espíritu. Dios, bendícenos a todos. Te amo.
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