lunes, 13 de agosto de 2018

Saúl, el suicida: historia de lucha


 
“Entonces Saúl dijo a su Escudero: «Toma tu espada y mátame, no sea que vengan esos incircuncisos a matarme y ultrajarme. Su Escudero no quería hacerlo porque tenía miedo, entonces Saúl tomó su espada y se dejó caer sobre ella. Al ver que Saúl estaba muerto, el escudero se dejó caer también sobre su espada y murió con él.” 1 Sam 31, 4-5

Según el final del Primer libro de Samuel, fue Saúl quien terminó su vida. Según el inicio del Segundo libro de Samuel, fue un sobreviviente del ataque que sufrió el campamento de Israel, quien mató a Saúl. 

“«Me encontraba por casualidad en los montes de Guelboé. Saúl estaba apoyado en su lanza, los carros y los jinetes lo tenían cercado. Entonces él (Saúl) me vio, se dio vuelta y me llamó. Le dije: Aquí me tienes. Me dijo: ¿Quién eres tú? Le dije: Soy un amalecita. Me dijo: Acércate y dame muerte, todavía me quedan fuerzas, pero el pavor me atenaza. Entonces me acerqué y lo maté porque bien sabía que no sobreviviría a su derrota; luego tomé la corona que tenía en la cabeza, la pulsera que llevaba en el brazo y se los he traído aquí a mi señor (a David).»” 2 Sam 1, 6-10

David ordenó que se le diera muerte a este pobre hombre que sobrevivió la batalla y fue hecho garras y con un enorme esfuerzo, a informar a David de lo sucedido. Para David era esencial encontrar un culpable de la muerte de quienes, después de todo, amaba: Saúl y Jonatán. Ante los ojos de David, aquel hombre fue quien dio muerte a Saúl, y por eso debía morir. Con su muerte calmó un poco sus ánimos y la culpa de no haber estado con Israel al momento de ser atacado (recordemos que se fue a territorio de los filisteos, e incluso estuvo a punto de atacar a Israel a lado de sus enemigos). 

Este hecho me duele mucho. Siempre que me entero de un suicidio -que fue lo que Saúl hizo: suicidarse- y sus consecuencias me duele muchísimo. Y no importa que haya sido Saúl quien se dejó caer sobre su espada, o haya sido el hombre que fue a informarle a David, el que dio el último impulso a la lanza en la que se apoyaba Saúl. Él ya estaba apoyado, inclinado, atormentado por la muerte, y el juicio que la acompaña, desde tiempo atrás. Desde que hizo su mejor esfuerzo por cumplir lo que Samuel le dijo era una orden de Dios, utilizó su criterio y presentó la ofrenda de su arrojo (el rey de aquella nación y el mejor ganado como holocausto). Desde entonces estuvo condenado y Samuel lo dejó claro: como no “obedeces”, no “te portas bien”, no “cumples con los criterios que te he dado”, estás condenado y Dios te da la espalda. Habló en nombre de Dios, pero, sinceramente dudo mucho que sea palabra de Dios. Por más que esté escrito en la Biblia: Dios nunca ha pedido muertes sin sentido ni condenas sin razón. 

El mejor esfuerzo de Saúl, haber utilizado su criterio lo mejor que pudo, le valió la condena que cambiaría todo en su vida: sufrió tormentas emocionales, lo atacó la envidia, y persiguió por mucho tiempo a David con la intención de matarlo. Y no es que Saúl no haya sabido acercarse a Dios. Lo hizo, le llevó el fruto de su esfuerzo y su trabajo. Es que ese fruto no fue bien visto por Samuel porque no obedeció ciegamente. Porque, en suma, no fue lo que se esperaba que fuera: sumiso. 

El suicidio es una tragedia, pero no es culpa de nadie, ni siquiera de quien lo comete. Culpar a un suicida de su acto es como culpar a una persona de cáncer por haberse enfermado y haber muerto. Vencer un trastorno mental y emocional no es tan fácil como “portarse bien” ni puede reducirse a una “falta de valor”. El suicidio no es una cobardía, ni es una salida fácil. El suicida quiso morir, no porque quiera escapar a sus errores o no sea capaz de enfrentar la vida y sus consecuencias. Quiso morir porque llegó un momento en que se vio a sí mismo acorralado por sus enemigos (reales o imaginarios, en el caso de un suicida no importa como los veamos nosotros, para él, existen) y estaba consciente de que seguir vivo implicaría más dolor y sufrimiento del que ya vivía. Si lo natural en el ser humano es preferir la vida a la muerte, ¿qué torturas y ultrajes debe sentir que se aproximan quien se suicida para preferir la muerte? Piénsalo y trata de imaginarlo.  

Un exalumno de un colegio donde trabajé se suicidó con apenas veintitantos años, quizá incluso menos de 20. Yo no lo conocí, pero una compañera fue a una de las misas y me contó que el sacerdote durante su homilía, se dirigió a la madre del muchacho y le dijo: sólo las oraciones de una madre pueden salvar del infierno a este joven. La madre, por supuesto, deshecha de dolor, lloraba sin consuelo. 

Ese sacerdote hizo con esa mujer lo que David hizo con el pobre hombre que le trajo la noticia de la muerte de Saúl: la mató. ¿Te imaginas la desesperanza de haber perdido un hijo y además creer, no que Dios lo tiene a su lado, sino que se retuerce de dolor en el infierno? ¿Te imaginas cuántas veces esa mujer no habrá sentido, y quizá aún sienta, que su mejor esfuerzo por ayudar a su hijo no lo salvo de ser condenado? ¿Te puedes imaginar estar en sus zapatos y preguntarte: “qué fue lo que hice mal”? ¿Te sorprendería saber que ella cayó en una profunda depresión después de eso? 

Ese día, ese sacerdote condenó a esa mujer a un tormento de culpa y dolor. Para ella, la angustia de pensar que su hijo incuestionablemente sufre en el infierno para toda la eternidad, la tendrá al borde de una tristeza inmensurable. Que fácil es matar a nuestro prójimo y qué fácil es condenarlo a la tortura de la culpa. Y qué fácil es lavarnos las manos como sociedad, como Iglesia, como comunidad y como familiares, y culpar al suicida por “cometer un acto de cobardía”, o a quien “no hizo lo suficiente” por ayudarle a estar bien, y ahora tendrá que vivir una vida de tormenta y oración constante para mitigar el daño hecho. 

El suicidio no es culpa de nadie, pero sí es responsabilidad de todos. Los factores que llevan al suicidio son múltiples y complejos, pero lo que no son es motivo de juicio y condena. 

Y que se entienda bien: ¡NO ME IMPORTA SI ES VERDAD QUE LA IGLESIA ASEGURE QUE EL SUICIDA ESTÁ CONDENADO AL INFIERNO! ¡YO SÉ QUE NO ES ASÍ! Y aceptarlo sólo porque un sacerdote lo dice, es dejar de creen en el Dios que amo. Y si debo obediencia, no es a mentes estrechas, sino al Corazón de Jesús, en quien confío. 

Y no soy la única que piensa así. Conozco también sacerdotes que no piensan que el suicida está condenado al infierno. Hay cosas que como Iglesia nos haría bien aceptar: mucho de lo que creemos de Dios, no necesariamente tiene que ver con Dios, sino con lo que nos conviene. Tener un pueblo sumiso y culpable es una ventaja para quienes no quieren tener la responsabilidad de formar gente responsable. No seamos esa iglesia, seamos la Iglesia que es Cuerpo de Cristo y se guía por un corazón que ama.Y ama para bien de todos, no para la condena de algunos.
 

(Nota: una vez publicado este texto, se me aclaró que aquello de que los suicidas son condenados al infierno, ni siquiera es idea de la Iglesia Católica, sino que la idea la obtuvieron de la Divina Comedia de Dante. Así que no te creas todo lo que te dicen, ni repitas todo lo que crees. Cuestiona, reflexiona, pregúntale directamente a Dios. Él buscará la manera de contestarte. Lo que sí debes creer es en la bondad de Dios. Si la respuesta tiene más que ver con condena y juicio acusador, sin oportunidad alguna para redimirse, seguramente no viene de Dios, sino del hombre.)

Yo SÉ que cuando nadie, nadie, nadie está a tu lado en el momento en que quieres morirte, DIOS ES EL ÚNICO que está ahí. Lo alcances a ver, a sentir, a creer, o no, ¡DIOS ESTÁ AHÍ Y SUFRE!

Sufre porque sabe que, entre todos esos factores múltiples y complejos, la soledad que vives se debe en gran medida a que no cumples con las “expectativas” que el mundo tiene de ti. No logras vivir lo que otros consideran vida. No encuentras sentido en lo que se te dicen debe tenerlo. Para el mundo, un suicida no le “echa suficientes ganas” al vivir. Es negativo, se lamenta de todo, no se concentra, no “se porta bien”, no “hace caso”, está amargado. Eso que quiere, superar la depresión, la esquizofrenia, la paranoia, su trastorno de personalidad, en fin, eso que muchas veces nunca se va a superar, sino que tendrá que aprender a vivir con ello; eso, no es “fácil”, y no es tan simple como “querer” superarlo. A ver, dile a una persona con una enfermedad terminal que “quiera estar bien” y que con eso basta. Que si no ha logrado eliminar el cáncer o hacer funcionar su hígado es porque no quiere. Sería cruel, ¿verdad?

Para mí, el suicida es una historia de lucha, esfuerzo, dedicación, entrega que no ha sido valorada en toda su extensión. Para mí, equivale a la lucha del ser por encontrarle sentido a ser, cuando todo indica que no existe sentido. Es una historia de fe y esperanza, cuando no hay fe ni esperanza. Es una terquedad por mantenerte con vida y convencerte de que “vales la pena”, cuando ya todos están cansados de ti. Para mí, un suicida hizo todo lo que pudo, pero al final, perdió. La diferencia entre una enfermedad terminal y el suicidio, es que, generalmente, quien está enfermo quiere vivir, y aquí, en este tipo de trastornos mentales (erróneamente les llamamos enfermedades mentales, pero eso es tema de otro texto), la lucha se dificulta aún más porque afecta tu “deseo de vivir”, y hay tanto estigma en torno a estos males, que muchas veces te dejan en la más profunda soledad, y eres blanco de críticas y juicios que fortalecen tus equivocadas creencias de que “no vales madre” y “el mundo es mejor sin ti”. 

Hoy lloro por Saúl. Lamento mucho mi amado Saúl que no hayas sido apreciado en toda tu grandeza. Lamento mucho que hayas sido atormentado por la envidia de saber que no importa todo lo que hagas e intentes, otros, todos, siempre podrán más que tú, y serán más reconocidos y amados y aceptados porque logran “portarse bien”, porque no son atormentados con exigencias que van más allá de sus posibilidades de acción. 

Te pido, mi querido Saúl, que desde la presencia de Dios en la que te encuentras, ores a mi lado para que más personas no sean condenados por sufrir estos males, y que aquellas personas que les rodean tampoco sean juzgados y atormentados con culpas que no son de ellas. Bastante doloroso es de por sí. Ayúdanos e intercede por nosotros frente al Dios que tanto amaste y a quien buscaste servir como mejor pudiste. Pidámosle a Dios que, como sociedad, Iglesia, comunidad y familia, estemos dispuestos a responsabilizarnos para apoyar y contribuir a que los factores que fortalecen estos males disminuyan, para así ayudar a quien los sufre a combatirlos. Porque si bien no somos culpables de su muerte, sí podemos contribuir al empeoramiento de sus síntomas y temores. Que dejemos de aventar piedras a lo bobo, y tengamos la voluntad de informarnos y aprender lo mucho que historias como la tuya tienen que enseñarnos para cambiar nuestro mundo y hacerlo un lugar en el que todos seamos valorados. Que así sea en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Gracias Saúl por tu enseñanza. Tu muerte no ha sido en vano. 

Padre mío, Jesús, Espíritu de Verdad, bendice a quienes leen este texto, y si la persona que lee sufre del mal de desear morir, o tiene a un ser amado que no desea seguir vivo, dale Alimento de Vida. Ayúdalo a descubrir Tu presencia en su sufrir para que logre descubrir en Ti el sostén que necesita. Hazle saber que es amado y necesitado. Dile que ¡YO LO NECESITO! Que somos muchos los que necesitamos su presencia porque el sólo hecho de mantenerse con vida a pesar de todo, nos da aliento para seguir. Gracias. Te amo. 






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