miércoles, 15 de agosto de 2018

Enséñanos a "Bien-decir"


 
“El rey (David ha sido proclamado rey de toda la nación de Israel, Norte y Sur están por fin unidos) y sus hombres avanzaron sobre Jerusalén para atacar a los jebuseos que vivían por entonces en la región. Estos dijeron a David: «Tú no entrarás aquí, aunque los ciegos y los cojos fueran los defensores». Pero David se apoderó de la fortaleza de Sión, que es la ciudad de David. Pues ese día había dicho David: «El que quiera derrotar a los jebuseos, que suba por el canal. David maldice a esos cojos y a esos ciegos». De ahí que se diga ahora: «Los ciegos y los cojos no entrarán en la Casa de Dios».”   2 Sam 5, 6-8

Maldecir es utilizar el nombre de Dios en vano. Definir al otro por sus defectos sin tomar en cuenta sus cualidades, es maldecir. No tiene sólo que ver con groserías y malas palabras: no reconocer las cualidades del otro, no aceptar que otro pudiera contribuir de algún modo, limitarlo, negarle participar, culparlo por lo que no tiene culpa, evitar que sobresalga, no ser capaces de agradecer sus contribuciones, decirle que es incapaz, no darle las posibilidades de desarrollarse y mejorar. Eso es maldecir y se hace con palabras y acciones. 

Si alguna vez has sido maldito, sabes el dolor que genera y el rencor que provoca. Ser maldito, provoca e incita a maldecir, que es decir hacerle daño al otro. Es un círculo difícil de romper. Como le digo a mis alumnos cuando tienen conflictos entre ellos y se acusan el uno al otro (“él empezó”; “no es cierto, él me dijo primero.”): “Miren”, les digo, “a mí no me importa quién empezó, me interesa que alguien lo termine. Vamos a intentar terminarlo entre todos, ¿les parece?”

¿Cómo? ¿Acaso no hay que enfocarnos en buscar el culpable y castigarlo? ¿Acaso no se trata de poner al malo en su lugar y al otro darle la palmadita en la espalda? ¿Acaso no es eso hacer justicia? No. Nunca es cosa sólo de uno. En mis grupos, en mi salón, y cómo quisiera que así fuera en todos lados, somos responsables de todos. 

Yo sé que pedirle a cualquier persona que simplemente se trague su dolor y su orgullo, que olvide que su dignidad ha sido arrojada al suelo, y que ame incondicionalmente es absurdo.  Es fácil decirle a alguien que no sienta rencor, odio, dolor, resentimiento, que pase por alto todo abuso y que ya no se hable más del asunto. Pero, yo he estado ahí, y sé que, si te tragas todo así nada más, va a llegar un momento en que el abuso será tal, que terminarás haciéndote daño a ti mismo, a otros, o a todos. 


No, a mis niños no les pido semejante tortura. Hay que ayudarles a hablar, pero no sólo de lo que sucedió, sino de qué fue lo que pensaron, cuáles eran sus intenciones, cómo se sintieron. Hablar y escuchar al otro. Ser honestos y reconocer cuando hemos lastimado al otro, con o sin intención. Escuchar y comprender el dolor que generamos. Si no les ayudamos a que todos los involucrados “sientan empatía” por los demás, y se disculpen y perdonen, no se resolverá el conflicto. No habrá disposición de ninguna de las partes a cambiar de actitud.
 


Es fácil juzgar a alguien de latoso, grosero, enojón, molesto, y quizá lo sea, pero señalarle el defecto sin ayudarle a tomar conciencia de lo que implica, sin contribuir a que logre sentir empatía por el daño que provoca, y no nada más él, sino que los demás sientan empatía por el dolor que sufre, eso es cruel. Eso es condenarlo a ser excluido. 

Un ciego, un cojo, un malhumorado, un enfermo, un criminal, una persona con alguna situación física, emocional, mental, incluso espiritual, no ha dejado de ser un ser humano. Queremos que cambie, que mejore, que esté más dispuesto a amar, tolerar, aprender, desarrollarse, necesitamos ayudarle a comprender su situación, comprendiéndola también nosotros, a empatizar con él y entenderlo desde su dolor, y las muchas veces que sólo se le ha juzgado sin que se le proporcionen herramientas, conocimientos, armas, para cambiar su situación. 

No pidamos a los demás que amen. Amemos. No pidamos a los demás que cambien. Cambiemos. No pidamos a los demás que sean mejores. Seamos mejores. No pidamos a los demás que se eduquen. Eduquémonos. 

Y nótese que lo digo en plural. No se trata de que el otro cambie, si no cambiamos con él. De otro modo no podemos pedirle que nos acompañe ni juzgarlo por decidir no hacerlo. Porque incluso si el que ha decidido ya no pertenecer, y se hace a un lado, y anda sólo y no tiene amigos, incluso así lo hemos sacrificado nosotros y él ha asumido el sacrificio, pero no sin dolor. No lo decidió solo. Esa persona ha dejado de ser humana y se ha convertido en el chivo expiatorio del grupo: él es que el no quiere, él es el que no ayuda, él es el que no puede, él es el ciego, tonto, torpe, cojo, enfermo, loco, enojón, en fin. 

Que no nos sorprenda que haya tantas personas que prefieran asumir su maldad antes de hacer el esfuerzo por cambiar. Cuando hay que cargar con los pecados de todos, sin que nadie asuma su responsabilidad, pero todos te echen encima la culpa, entonces, es más fácil tirarlo todo al suelo y ver sólo por ti. Después de todo, nadie lo hará. Y no voy a hacer el esfuerzo por quien no hace el esfuerzo por mí. 

Jesús, que no seamos limitados en nuestros juicios y cortos de vista, por no decir ciegos. Si alguien en nuestro círculo es excluido, no le corresponde sólo a él cambiar y acercarse. Nos corresponde a todos. Que comprendamos que somos tan responsables del otro como lo somos de nosotros mismos. Si alguien se queda fuera, hemos fallado todos. Danos la disposición a "bien-decir" para que podamos también ser benditos. Bendícenos y enséñanos a bendecir. Te amo. 



Foto tomada de “O Valor da mesa para a familia”: http://www.revistamda.com/o-valor-da-mesa-para-a-familia/



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