“El rey (David ha sido proclamado rey de toda la
nación de Israel, Norte y Sur están por fin unidos) y sus hombres avanzaron
sobre Jerusalén para atacar a los jebuseos que vivían por entonces en la región.
Estos dijeron a David: «Tú no entrarás aquí, aunque los ciegos y los cojos
fueran los defensores». Pero David se apoderó de la fortaleza de Sión, que es
la ciudad de David. Pues ese día había dicho David: «El que quiera derrotar a
los jebuseos, que suba por el canal. David maldice a esos cojos y a esos
ciegos». De ahí que se diga ahora: «Los ciegos y los cojos no entrarán en la
Casa de Dios».” 2 Sam 5, 6-8
Maldecir es utilizar el nombre de Dios en vano. Definir
al otro por sus defectos sin tomar en cuenta sus cualidades, es maldecir. No
tiene sólo que ver con groserías y malas palabras: no reconocer las cualidades
del otro, no aceptar que otro pudiera contribuir de algún modo, limitarlo,
negarle participar, culparlo por lo que no tiene culpa, evitar que sobresalga,
no ser capaces de agradecer sus contribuciones, decirle que es incapaz, no
darle las posibilidades de desarrollarse y mejorar. Eso es maldecir y se hace
con palabras y acciones.
Si alguna vez has sido maldito, sabes el dolor que
genera y el rencor que provoca. Ser maldito, provoca e incita a maldecir, que
es decir hacerle daño al otro. Es un círculo difícil de romper. Como le digo a
mis alumnos cuando tienen conflictos entre ellos y se acusan el uno al otro (“él
empezó”; “no es cierto, él me dijo primero.”): “Miren”, les digo, “a mí no me
importa quién empezó, me interesa que alguien lo termine. Vamos a intentar
terminarlo entre todos, ¿les parece?”
¿Cómo? ¿Acaso no hay que enfocarnos en buscar el
culpable y castigarlo? ¿Acaso no se trata de poner al malo en su lugar y al
otro darle la palmadita en la espalda? ¿Acaso no es eso hacer justicia? No. Nunca
es cosa sólo de uno. En mis grupos, en mi salón, y cómo quisiera que así fuera
en todos lados, somos responsables de todos.
Yo sé que pedirle a cualquier persona que simplemente se
trague su dolor y su orgullo, que olvide que su dignidad ha sido arrojada al
suelo, y que ame incondicionalmente es absurdo. Es fácil decirle a alguien que no sienta rencor,
odio, dolor, resentimiento, que pase por alto todo abuso y que ya no se hable
más del asunto. Pero, yo he estado ahí, y sé que, si te tragas todo así nada
más, va a llegar un momento en que el abuso será tal, que terminarás haciéndote
daño a ti mismo, a otros, o a todos.
No, a mis niños no les pido semejante tortura. Hay que
ayudarles a hablar, pero no sólo de lo que sucedió, sino de qué fue lo que
pensaron, cuáles eran sus intenciones, cómo se sintieron. Hablar y escuchar al
otro. Ser honestos y reconocer cuando hemos lastimado al otro, con o sin
intención. Escuchar y comprender el dolor que generamos. Si no les ayudamos a
que todos los involucrados “sientan empatía” por los demás, y se disculpen y
perdonen, no se resolverá el conflicto. No habrá disposición de ninguna de las
partes a cambiar de actitud.
Es fácil juzgar a alguien de latoso, grosero, enojón, molesto,
y quizá lo sea, pero señalarle el defecto sin ayudarle a tomar conciencia de lo
que implica, sin contribuir a que logre sentir empatía por el daño que provoca,
y no nada más él, sino que los demás sientan empatía por el dolor que sufre, eso
es cruel. Eso es condenarlo a ser excluido.
Un ciego, un cojo, un malhumorado, un enfermo, un
criminal, una persona con alguna situación física, emocional, mental, incluso
espiritual, no ha dejado de ser un ser humano. Queremos que cambie, que mejore,
que esté más dispuesto a amar, tolerar, aprender, desarrollarse, necesitamos
ayudarle a comprender su situación, comprendiéndola también nosotros, a empatizar
con él y entenderlo desde su dolor, y las muchas veces que sólo se le ha
juzgado sin que se le proporcionen herramientas, conocimientos, armas, para
cambiar su situación.
No pidamos a los demás que amen. Amemos. No pidamos a
los demás que cambien. Cambiemos. No pidamos a los demás que sean mejores.
Seamos mejores. No pidamos a los demás que se eduquen. Eduquémonos.
Y nótese que lo digo en plural. No se trata de que el
otro cambie, si no cambiamos con él. De otro modo no podemos pedirle que nos
acompañe ni juzgarlo por decidir no hacerlo. Porque incluso si el que ha
decidido ya no pertenecer, y se hace a un lado, y anda sólo y no tiene amigos,
incluso así lo hemos sacrificado nosotros y él ha asumido el sacrificio, pero
no sin dolor. No lo decidió solo. Esa persona ha dejado de ser humana y se ha
convertido en el chivo expiatorio del grupo: él es que el no quiere, él es el
que no ayuda, él es el que no puede, él es el ciego, tonto, torpe, cojo,
enfermo, loco, enojón, en fin.
Que no nos sorprenda que haya tantas personas que
prefieran asumir su maldad antes de hacer el esfuerzo por cambiar. Cuando hay
que cargar con los pecados de todos, sin que nadie asuma su responsabilidad,
pero todos te echen encima la culpa, entonces, es más fácil tirarlo todo al
suelo y ver sólo por ti. Después de todo, nadie lo hará. Y no voy a hacer el
esfuerzo por quien no hace el esfuerzo por mí.
Jesús, que no seamos limitados en nuestros juicios y cortos
de vista, por no decir ciegos. Si alguien en nuestro círculo es excluido, no le
corresponde sólo a él cambiar y acercarse. Nos corresponde a todos. Que
comprendamos que somos tan responsables del otro como lo somos de nosotros
mismos. Si alguien se queda fuera, hemos fallado todos. Danos la disposición a "bien-decir" para que podamos también ser benditos. Bendícenos y enséñanos a bendecir. Te amo.
Foto tomada de “O Valor da mesa para a familia”: http://www.revistamda.com/o-valor-da-mesa-para-a-familia/
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